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Onagros no tan salvajes

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Onagros no tan salvajes

 

 

 

Por mucho tiempo la ilusión de muchos amigos y compañeros de trabajo fue ser propietario de un carro deportivo, de esos que rugen como un tigre en celo; una casa en la playa o una cabaña rodeada de neblina en la montaña, con su chimenea, obvio. Realista yo, preferí gastar en discos y libros. Unos andan conmigo y otros en poder de amigos y familiares. Dos echo de menos: la poesía completa de Quevedo de la Editorial Aguilar, “era un hombre a una nariz pegado” y la primera edición de Cien años de soledad.

 

 

 

Decidí que en las letras y en la música estaba la mayor aproximación a la felicidad, no en bonos, inversiones en bienes raíces y acciones. Quizás fue una posición práctica. Los libros los fiaba el viejo Brassesco, pero ser copartícipe de las ganancias de Exxon Mobil requería mucho más que los buenos oficios de un exiliado uruguayo.

 

 

 

Uno que siempre ansié y pocas veces he abierto, no por inútil sino por incómodo, es el diccionario de la Real Academia Española. El DRAE, como lo llamaba Alexis Márquez Rodríguez, ha sido un libro referencial, casi un tótem. Ahí estaban las definiciones de las palabras, su ortografía y, a veces, su uso, pero siempre faltaba en las redacciones de los periódicos. Si había un diccionario a mano estaba desencuadernado –con unas hojas rotas, otras sueltas y extraviadas no pocas– que, además, casi siempre estaba bajo llave o perdido y no era el de la Real Academia, sino VOX o Larousse. Al DRAE se le reverenciaba, pero no se le poseía. Era caro y difícil de encontrar. No era un libro que se podía encargar a un viajero, pesaba mucho. Remember, no existía Amazon. Después se popularizó. Hubo ediciones económicas y hasta regalaban fascículos coleccionables con las ediciones dominicales de los periódicos. Hoy se consulta en Internet y está al alcance de todos, pero no es popular y cada vez es menos convincente.

 

 

 

Todavía algunos creen que lo que está ahí es santa palabra, no una referencia, y utilizan sus definiciones para refrendar o “blindar” sus argumentos; otros, ganados por la duda, si se trata de una palabra derivada del latín, procuran reforzarse con el Oxford Dictionary. Quizás por esa pérdida de su poder de convencimiento han aparecido en la RAE dos peligrosas y contradictorias tendencias: la sumisión y el autoritarismo, tan recurrentes ambas en las repúblicas bananeras del siglo XXI.

 

 

 

Lamentablemente los mocosos que venían cumpliendo una buena labor en la Fundéu se han contagiado y ya no se contentan con aclarar dudas sino que hasta tienen el atrevimiento de dictar “soluciones”. Tanto la RAE como el antiguo cubículo que la agencia Efe dedicaba al buen uso del idioma han perdido rigor, eso que tanto obsesionaba a Leonardo da Vinci, y han cedido a las tentaciones materialistas más allá de lo necesario. Quizás habría que recordarles sus funciones y apartarlos de los reflectores mediáticos.

 

 

 

La sumisión no solo se refleja en la desabrida respuesta dada a la petición de revisar el uso del género en la Constitución del Reino de España, después del contundente y firme alegato expresado con relación a la utilización de presidente y presidenta en la redacción de la carta magna de la República Bolivariana de Venezuela, sino en la aceptación caprichosa de palabras que ponen en duda la presunta sabiduría de sus constituyentes. El autoritarismo, en cambio, va más allá del tonito con que se expresan y tiene repercusiones insondables. Haberle quitado la tilde a guión afectó hasta la forma de reírse (que se quedó sin tilde en el pasado de la tercera persona del singular: “ella se rio, él se rio”), pero tratar de imponer usos peninsulares en América pareciera una vuelta a un colonialismo inaceptable. De este lado de la mar Océana hemos dicho siempre kenianos y jamaiquinos, que ahora la alcahuetería ibérica pretende cambiar a jamaicanos y keniatas, ni hablar de la absurda aceptación “Beijín”, “Beiyín” y hasta “Beijing” por Pekín para no molestar a los “progres” que alardean saber antropología social. Remato “mata burros”, como los castizos le decían al diccionario.

 

 

Ramón Hernández

@ramonhernandezg

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