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Mozart no tiene cargo en el gobierno

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Mozart no tiene cargo en el gobierno

 

Tanto en las redes sociales como en algunos artículos de preocupados por el buen decir y el buen hablar hay malestar por el lenguaje que se ha impuesto en la vida cotidiana, entre amigos y en la propia familia. Mientras los académicos guardan prudente silencio ante la procacidad imperante en el mercado y también en la aparatosa burocracia, el ciudadano medio, ese que acostumbra dar los buenos días en el ascensor, tiene motivos para escandalizarse.

 

 

Muy pocos se asombran cuando escuchan que padre e hijos se traten como un par de rufianes y que dos liceístas usen en el Metro, y a todo gañote, el lenguaje de meretrices en un bulín de carretera. Después de que el jefe de Estado y también su vicepresidente ejecutivo utilizaron la peor escatología para referirse a los integrantes de los otros poderes y no pasó nada, ni siquiera la Iglesia, tan pacata en asuntos idiomáticos, que no era el caso del padre Pedro Pablo Barnola, se impuso la grosería. Nadie cuestiona el vocabulario levantisco y atrabiliario de los diputados en las sesiones ordinarias y extraordinarias. Pareciera que se dedicaran a construir carreteras y no al noble quehacer de redactar y aprobar leyes. En los debates y en las discusiones más agresivas hasta el más curtido botiquinero podría mostrar rasgos de rubor, ellos no.

 

 

La germanía, el mal hablar, la coprolalia, la insolencia y las palabras obscenas en general se domesticaron y perdieron su fuerza. Ahora son tan inofensivas como castrantes: reducen el vocabulario general a cuatro vainas y siete cuescos. La revolución no trajo de vuelta en el siglo XXI la desfachatez común en algún momento del siglo XVIII, en la que tanto Wolfgang Amadeus Mozart como su madre superaban con creces la rudeza del habla callejero de entonces (todavía algunos estudiosos se perturban por las cosas que les decía a la prima, a la hermana y a las novias en las cartas, aunque escribió numerosas piezas musicales “escatológicas” como el canon Leckmichim Arsch KV 231, medrosamente traducido como “Bésame el trasero”), sino que impuso la chabacanería como valor de uso y de cambio. Es lo que iguala por abajo. Como bien lo dijo Karl Krispin, se le falta el respeto al semejante, a los conciudadanos y a la población en general cuando los gobernantes expulsan suciedades por la boca.

 
En los tiempos del Poder Joven tanto la virginidad como el hablar pudoroso fueron objeto de burla, pero superados esos trances de adolescentes, la normalidad no puede ser la transfiguración del idioma en un vulgar y maloliente estercolero ¿y estercolera? Nada en venta.

 

Ramón Hernández

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