Los signos de los tiempos
julio 29, 2014 10:23 am

Hay un pasaje del Evangelio de San Lucas -específicamente en el capítulo 25- en el que Jesús reniega que la gente sepa disipar el futuro en algunos aspectos y sea tan ciego en otros. «Decía también a la multitud: Cuando veis la nube que sale del poniente, luego decís: Agua viene; y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: Hará calor; y lo hace. !Hipócritas! Sabéis distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo?»

 

La hipocresía a la que se refería el Señor es lo que ahora conocemos como negación. Negamos, por ejemplo, que la realidad sea una sola con relaciones complejas, y por lo tanto no hay un compartimiento estanco que se llame «economía», totalmente diferente a otro que se denomine «política». Negamos también que seamos hijos de nuestra época, y que por lo tanto nos toca experimentarla como un todo que se nos viene encima. No nos gusta reconocer que tanto recibimos como damos, y que por lo tanto, somos hechura de esto así como sus más fieles arquitectos.

 

Tampoco es que somos los mejores asumiendo la responsabilidad. El «locus de control» es muy externo. Siempre estamos buscando un culpable o un chivo expiatorio. Aplicamos la desmemoria con desfachatez y reinterpretamos los hechos siempre a nuestro favor. No hay nada peor que caer en desgracia, o simplemente errar el tiro. Leopoldo Lopez, por ejemplo, es una demostración. Ahora en la cárcel es objeto de un ataque despiadado desde los flancos del gobierno y de la oposición. Al parecer su gran crimen fue perturbar el plan que nos llevaba hasta el 2019. Ahora el líder político es también el gran causante de las divisiones y diferencias que exhiben buena parte de los jefes políticos de la alternativa democrática. Y si no es él, pues es Maria Corina, a quien se le imputa la dureza con la que defiende sus propias posiciones, y el atreverse a salir a la calle a pedir un cambio radical y urgente. Y hemos visto con estupor cómo la duramadre de la dirección política se ha empeñado en que ellos no son la estaca en la que los otros solitos se clavaron.

 

Esa es otra de nuestras características. El ensañamiento con “los que van perdiendo” y la poca fraternidad con los que supuestamente se van equivocando. Ahora, que el diálogo a puertas cerradas se ha impuesto como una necesidad impostergable, a lo que más aspiramos es al silencio disciplinado, pero no necesariamente a la restitución de una dirección colectiva solidaria e incluyente, y mucho menos a la recomposición de los objetivos para que se parezcan a las ansiedades del país. Sin embargo, no hay ninguna posibilidad si la reorganización anunciada no incorpora el estado de ánimo, la solidaridad fraterna y el mutuo reconocimiento. El ambiente está agriado por una lucha paradójica entre quienes piensan que tienen derecho al poder ejercido con criterios absolutos. Es paradójico porque esa aspiración se aleja en la misma medida que las contradicciones afloran y se aleja esa unidad que ha sido el único antídoto que ha funcionado contra el acecho de la oscuridad.

 

Hay un déficit de «superioridad moral» que nos iguala a nuestros adversarios. Por estas calles se censura y se advierte contra las pretensiones de la disidencia. De este lado también se cree en que la verdad es el resultado de una decisión jerárquica que no se puede rebatir, y que el cargo otorga inmunidad contra el error. En el flanco de la alternativa se pistonea moralmente, se administra el prejuicio clasista y se pretende que la única verdad sea la que deciden los que tienen poder. Si lo pensamos bien, es la misma forma con la que un fiscal de tránsito o un policía administran las relaciones con los ciudadanos. La pistola al cinto -real o virtual- confiere a los venezolanos de unas pretensiones insólitas para usar contra los demás, para imponer el silencio autoritario y para excluir a los que no se parecen a uno mismo.

 

Aquí los mismos que dicen defender la libertad de expresión pueden querer mandarnos a callar, y los mismos que padecen de la ceguera más monumental quisieran ser nuestros obligados guías e intérpretes. Eso es lo que se llama confusión, y en su construcción y sostenimiento todos tenemos que ver. Algunos politiqueando con sus propias atribuciones, otros practicando un estruendoso silencio, y los peores asintiendo, bajando la cerviz ante el relator de las relaciones convenientes, el vendedor contemporáneo del viejo elixir contra todos los males, ese que dice que nos va a ayudar a sobrevivir, eso sí, a cambio de nuestra propia dignidad. Estamos asolados por el mensaje sinuoso y la incapacidad para interpretar esta tragedia tal y como nos ocurre. Estamos inmersos en el mundo confuso de los hacedores de trucos y habladores de pendejadas. Estamos atrapados entre la melancolía y la alucinación, entre esa nostalgia por lo que no termina de ocurrir, a pesar de nuestros deseos, y el sentirnos perseguidos irremediablemente por la fatalidad.

 

La confusión se combate con claridad. Necesitamos acuerdos. Necesitamos una dirección colectiva, no mesiánica, que sea capaz de interpretar nuestras necesidades, nuestras preocupaciones, nuestras urgencias y nuestras ambiciones. Necesitamos una hoja de ruta que no sea saboteada por los caudillos o sus montoneras. Necesitamos congruencia entre lo que decimos y lo que practicamos. Y necesitamos no ser objeto del desprecio de nuestros líderes, que nos tienen a nosotros pero que están obsesionados en buscar al «chavista radical» perdido en su propio desierto. Vale la pena recordar lo que Jesús decía: «Hagan lo justo y lo demás se les dará por añadidura».

 

 

 

 

Víctor Maldonado

@vjmc