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La melancolía es una enfermedad que oscurece el criterio, obliga a la contemplación del vacío y te va reduciendo al silencio y a la ausencia de los otros. Sometido a esas severas condiciones, cavilaba Max Weber en su estudio, que también era su centro de reclusión psíquica. Las organizaciones terminan siendo barrotes que asolan las libertades de los hombres, y que le imponen condiciones, a veces inaceptables. Piensa sobre todo en términos de filosofía política, y en la necesidad de comprender los vericuetos por donde se cuelan la economía y la sociedad. Reflexionar con el más importante exponente de la sociología política alemana es un privilegio que hay que aprovechar. Se harán breves esos pocos minutos que concede para la entrevista, antes que el ocaso sea también la ocasión para un adiós que nunca ocurrió en la realidad.

 

 

 

Rompo el silencio con una primera interrogante. Me preocupan los espacios, cuando nos referimos a los que corresponden a las relaciones sociales. Aquí se habla de la política como si se tratara de una trama de territorios físicos a conquistar. Se alude a que no se pueden conceder los ya obtenidos, ni se pueden perder las oportunidades. ¿Eso tiene sentido en política? Por un instante se quedó absorto, quizá tratando de organizar las ideas, hasta que comenzó a responder. En política no hay espacios vacíos de la acción social, que siempre es recíproca, y persistentemente se orienta por las acciones de los otros. No es que unos ganen los espacios que otros pierden, sino que gracias a la acción con sentido en la que se engarzan dos interlocutores, se reconfigura constantemente el plano de las relaciones. Algunas acciones se toleran, otras se omiten, pero siempre terminan siendo un juego entre varios, unos atreviéndose a la iniciativa, y otros permitiéndola. Ahora bien, todo depende del sentido que cada uno le dé a la acción, y de la necesidad de comprender el resultado. Podría ser que lo que uno refiera como ganar espacios, el otro lo considere como un reconocimiento del propio rol dentro de esa acción social. Al final, se impone la narrativa que tiene mayor correspondencia con lo que efectivamente está ocurriendo. La perversidad paga mal, y cobra altos intereses.

 

 

 

Entramos a un segundo problema del mismo caso. Es posible que alrededor de una misma acción choquen racionalidades diferentes. Miradas y narrativas distintas que afianzan intenciones y subjetividades disímiles. La supuesta ganancia de los políticos, como actores sociales que tienen intereses, y cuyas acciones tienen para ellos un propósito, no necesariamente se corresponden con lo que la gente espera. Es posible que el cálculo racional entre medios y fines sea discordante, y que ocurra una ruptura emocional, y que esa ruptura tenga consecuencias. Cuando los políticos hablan de defender sus espacios, a veces los ciudadanos les responden con un dejo de perplejidad, como si no se estuvieran refiriendo a la misma cosa. ¿De qué se trata esta ruptura del sentido unívoco de la relación política?

 

 

Esta vez la respuesta del sabio alemán fue más rápida. Puede ser -dijo- que los políticos estén refiriéndose a sus propios fines, y los ciudadanos estén reclamando un curso de acción con arreglo a valores. Los políticos tienen objetivos y finalidades que tal vez se faciliten mucho con el dominio de esos nuevos espacios, que le generan renta y capacidad de atracción clientelar. Para un político, cuyo proyecto requiera montos crecientes de poder y reconocimiento, el buscar espacios que le garanticen capacidad de disposición, termina siendo un curso de acción que le resulta perturbadoramente irrenunciable. Pero, y aquí está un detalle que no se puede esquivar, hay ocasiones en que los ciudadanos, acosados por sus propios problemas, no tienen disposición de tolerar desviaciones flagrantes de las promesas, acuerdos y pactos que se suscribieron. Son tiempos en los que los ciudadanos exigen congruencia respecto del plano ético. En este caso, esos espacios pueden ser vistos como una evidente contradicción con los compromisos asumidos anteriormente, o como parte del alejamiento insoportable de las metas previamente acordadas. El pragmatismo político es difícil de explicar antes de demostrar alguna eficacia. A veces es simplemente improcesable la consigna de que el fin justifica los medios, sobre todo cuando los fines son parte de la discusión. Yo me atrevería a señalar que fines y plazos son parte de una racionalidad ética que no se pueden eludir desde el pragmatismo que explica el corto plazo. Los pragmáticos siempre creerán que los éticos son persistentemente irracionales e inefectivos. Por otra parte, los éticos denunciaran la incongruencia de los pragmáticos. Y como siempre, los saldos se cuadran en la realidad. Tendrá razón el que tenga éxito.

 

 

 

 

Se supone entonces que, dentro de una relación social, por más compleja que parezca, tiene que ocurrir necesariamente un mutuo reconocimiento de medios y fines, porque de no ocurrir, cualquier convivencia planteada, por más elemental que sea, es casi imposible. ¿Esto significa la posibilidad de acuerdos implícitos en donde unos y otros satisfagan sus propios objetivos? De nuevo la ventana que miraba hacia los patios de la universidad de Múnich fue objeto de la atención del entrevistado. De repente volteó a verme y comenzó su disquisición. Usted no puede olvidar que de lo que se trata es de comprender, intuir, captar eso que verdaderamente está ocurriendo, más allá del discurso formal, de las excusas de ocasión, y de lo que conviene que los demás crean. Por el momento, todo está por verse, pero no hay que perder de vista que se espera un mínimo de reciprocidad en la acción. Recíproca bilateralidad con contenidos en los cuales se intercambien, por ejemplo, cierta capacidad de disposición burocrática, cierto manejo de organizaciones -el manejo de un conjunto de gobernaciones, aunque sea un manejo limitado y subordinado-  siempre y cuando esa disposición y manejo que se permitan, sean la contraparte del reconocimiento implícito de unas nuevas reglas del juego. Recuerda siempre que los políticos, quienes hacen política aspiran al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere. Y en relación con sus seguidores, a los que tienen que tomar en cuenta, para bien o para mal, la oferta necesaria será esa mezcla de retribución material y honor social que integra eso que hemos llamado antes “clientelismo”, y aunque nos suene feo, ese tipo de relaciones es fuente de legitimidad. El problema está en que la clientela tiene expectativas sobre la realidad, y principios, que a veces desbordan la promesa y la satisfacción de ver a su líder al frente del gobierno. Comprender lo que efectivamente transcurre, a veces nos enfrenta a circunstancias atroces, como las que ocurren en una relación de maltrato y posesión psicológica, pero que se convalida a través del paso de los días, en ese sometimiento insólito, porque cuando quiera, el maltratado se sale de la relación y rompe el círculo perverso de degradación en la que está inmerso. Hay relaciones sociales tóxicas, pero desgraciadamente legítimas.

 

 

 

El sabio no interrumpe su línea de análisis, a pesar de esa pausa infinitesimal para tomar aire. No importa lo que digan, incluso, sin importar lo que piensen al respecto, ese termina siendo el sentido verdadero de la acción, por ejemplo, el permitir que gobiernen una región del país, siempre y cuando acepten el nuevo estatus quo: el proceso constituyente. Enrique III de Navarra solía decir al respecto que “París bien vale una misa”. Y lo decía el rey de los hugonotes cuando tuvo que convertirse no una, sino dos veces, al catolicismo, condición sine qua non para acceder al reino de Francia. Sin embargo, no siempre la historia se repite y nos ofrece las mismas moralejas. Porque valdría preguntarse si tienen las mismas ganas de gobernar, si se atreven a asumir el desafío de reconstruir un país arruinado, o si por el contrario, se comportan con sobrevivir al margen, bajo esa lógica obtusa de que “hay que doblarse para no partirse”.  La sabiduría de un político estriba en eso, en no insistir en conducir a sus ciudadanos por las calles ciegas de la política, pero no solamente eso, también debe intentar hacer lo correcto. Para un político debería ser irrenunciable la pedagogía ciudadana. Pero ya vimos que para eso cuenta con muy pocos incentivos.

 

 

 

Yo siento que no puedo dejar el debate en el aire. Actualmente hay posiciones investidas incluso de academicismo, que insisten en afirmar que una Asamblea Constituyente de origen ilegítimo, con prácticas inaceptables, no puede ser legitimada con el paso de los días. Me refiero al reconocimiento que ocurre por la vía de los hechos, a la trayectoria de los consuetudinario, a la imposición por la vía de la costumbre. Y por supuesto, hablamos de legitimidad. ¿Eso tiene sentido? Ahora es una taza de café la que provoca una nueva oportunidad al silencio. La respuesta comienza de nuevo a fluir. Toda relación social es una relación de dominación de unos hombres sobre otros, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir, de la que es considerada como tal). En el fondo hay siempre un factor de coacción, pero ya sabemos que con sólo la violencia es imposible estabilizar una relación social. Hace falta algo más. Para subsistir necesita, por tanto, que los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué nexos externos se apoya esta dominación? Esa validez pacífica y asidua es la que resulta determinante, así como las razones que se esgrimen. Creer en un orden social no necesariamente significa estar satisfecho, tampoco supone una valoración moral positiva. Es otra cosa, es acatamiento y por la vía de los hechos, convalidación.

 

 

 

No nos salgamos del objeto del análisis, remarcó el sabio. Mientras la Asamblea Constituyente opere sin oposición y sin impugnación alguna. Mientras no se rebata esa pretensión de ser poder originario al cual todas las demás instituciones se subordinan, en la misma medida que se actúe conforme a las reglas del juego que ella plantea, sean electorales, legislativas o judiciales. Y mientras no se produzca una ruptura, sino que haya convivencia en la que incluso la sede del poder ejecutivo se ha convertido en un condominio. En suma, mientras no se desacate y no se cuestione su validez, en esa misma medida se está legitimando, porque las conductas de los actores sociales se están orientando por su representación como fuente de validez y orden. Si, por ejemplo, la ANC convoca elecciones, y ordena al CNE que las active, si ella es la que fija la fecha, y si esas instrucciones son acatadas, no queda duda de que todos se están orientando por sus directrices y, por lo tanto, la están convalidando. Si la ANC exige revalidar todas las autoridades, y el representante, el único que dice representar la visión y los intereses de la oposición, también se presenta y se deja habilitar, y cuando lo hace, sigue siendo y ejerciendo como el representante de esa oposición, no pueden quedar espacios para la suspicacia: Esa entidad, guste o no, está siendo legitimada.

 

 

 

Algunos dirán que no, porque no es una legitimación ajustada a derecho. Yo les respondo que esa condición es irrelevante. Incluso eso lo hace peor, porque esa legitimidad no está necesariamente garantizada por la probabilidad de la coacción, sino porque su validez se afianza por la posibilidad de que, para un sector de la oposición, el interactuar consuetudinariamente con esa Asamblea, no resulta especialmente oprobioso o reprobable. No es que lo celebren, pero tampoco desafían ese orden social constituyente. Pero supongamos lo contrario, que es una legitimidad que obliga a la observancia de ese orden, so pena de castigar su trasgresión, igualmente se legitima en ausencia de rebelión o desacato. Vista así, la discusión sobre la legitimidad o no de la ANC es irrelevante, si no hay del bando contrario, una disposición para la desobediencia. De no ser así, lo mínimo que va a ocurrir es que se implante entre nosotros, por la vía de la costumbre, por esa tendencia a adaptarse libremente a las nuevas condiciones de la sumisión, por hablar de ella, por usar sus términos, por prestarle atención sin reaccionar, por las expectativas de determinadas consecuencias externas, o por una situación de intereses. Puede ser incluso, que algunos piensen que ese remolino trasgresor también permite la ocurrencia de ciertas aguas tranquilas, donde es posible la ubicación ecológica. Olvidan todos ellos que la indiferencia también ratifica. Pero vamos a profundizar el análisis. Supongamos que el régimen obliga a sectores económicos a negociar costos, precios y otras condiciones, con representantes de esa ANC, y con la excusa de que eso puede contribuir a mejorar las condiciones de los actores económicos. En ese caso, el proceso de legitimación, el esfuerzo de que sea una institución válida, va percolando hacia el mismo objetivo, asentar un nuevo orden de dominación, con nuevas reglas. Es casi una tendencia natural el avenirse a las ordenaciones así otorgadas, bien sea por temor a las consecuencias, o por cálculos egoístas, o por una mezcla de ambas, que se asumen consciente o inconscientemente. Recuerda siempre que un orden es una situación concreta. La realidad es el gran avalador.

 

 

 

 

Entonces, no hay alternativas ante la imposición de un orden social de dominación injusto. ¿Se impone su reconocimiento? Sonríe Max Weber, saca el reloj de su bolsillo, y con ese gesto anuncia que no habrá oportunidad de otras preguntas. Hay muchas inconsistencias que juegan a favor de ellos. Sorprende que en la agenda de negociación entre las partes no esté presente la discusión sobre la validez o no, la continuación o el cese, de lo que algunos llaman fraude constituyente, pero que el régimen denomina poder originario y supraconstitucional. Una verdadera dictadura tumultuaria, o si se quiere, la caja de resonancia de una legitimidad autoritaria. Hay que insistir que, en la política, la agenda, lo que se hace, es siempre más importante que el discurso, aunque el discurso marque los grados de discordancia y determine la propia lógica de la perversidad. ¿Cómo afrontarla? Hay que volver a plantear una relación social de lucha. Hay que exhibir un claro propósito de imponer la propia voluntad contra la resistencia de la otra parte. Una lucha de “selección social” en la que compiten dos visiones absolutamente antagónicas, imposibles de homogenizar. Asumirlo así debe prevenirnos contra los falsos dilemas y los reduccionismos interesados. La verdad no es de extremos dicotómicos. La realidad no funciona así. Hablamos de lucha, entonces hay que asumir que entre las formas de lucha existen las más diversas transiciones sin solución de continuidad, y su concreción es cuestión de imaginación y creatividad estratégicas. A eso hay que añadirle las posibles intervenciones de la fortuna y el azar. Hay momentos en la vida de los países en el que están dadas todas las condiciones, pero el liderazgo no está a la altura. Hay otras en las que hay una buena cantera de líderes, pero las condiciones son muy adversas. Y también de eso se trata la selección social, de quien aprovecha mejor sus talentos y sus golpes de suerte. Por eso mismo, el uso del tiempo como recurso contingente, es crucial. En todo caso, lo mínimo que toca hacer frente a los peligros de la propia condición es estorbar el desarrollo de la acción de los contrarios. Y lo único que no debería hacerse es congeniar con los que apuestan a nuestra perdición. Los otros, a ellos hay que analizarlos en términos de lo que quieren obtener, y de sus intereses. Tal vez resulte útil comprender que el nombre del juego se llama legitimidad. Eso es siempre lo que los otros quieren: que los asuman como válidos, que los dejen hacer, y que se disuelva cualquier resistencia, al precio que sea.

 

 

 

 

El salón quedó vacío y silencioso. Un libro quedó abierto. Algunas frases tomadas al boleo resultaban especialmente llamativas. “El concepto de poder es sociológicamente amorfo. Son muchos los factores y cualidades que pueden colocar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación dada. El concepto de dominación es más preciso, y solo puede significar la probabilidad de que un mandato sea obedecido”.  El poder, entendido así, se subsume en una lógica malandra. La dominación es un juego más refinado, a veces. Mientras resolvemos, seguimos estando en la disyuntiva de aceptar o no, a ese alguien mandando eficazmente a los otros, a nosotros. Porque a fin de cuentas, los hombres normales, esos otros que sufren los impactos, no saben que todo es posible.

 

 

Por: Víctor Maldonado C.  

@vjmc

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

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