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Los orates alzan el mazo

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Los orates alzan el mazo

Xiaoda Xiao no es la versión china de Alexander Solzjenitsin, sino un parroquiano común y corriente que por romper accidentalmente un afiche de Mao Tse-tung vivió en su piel y en su alma situaciones tan horribles que solo una pluma como la de Kafka podría concebir. Su narración no es producto de la imaginación sino de lo que recuerda haber vivido desde 1971 hasta 1978. Sin juicio, sin derecho a la defensa y sin “el debido proceso” fue declarado prisionero político y enviado a un campo de trabajos forzados en una isla del lago Taihu. “Nadie irrespeta al Gran Timonel en vano”.

 

Catalogado como derechista y contrarrevolucionario, fue testigo del ajusticiamiento por decapitación de dos maestros de escuela, un director de ópera y un oficial del Ejército que fueron acusados por dos delincuentes comunes de proferir frases insultantes contra el centro de reclusión y contra Mao. En su primera novela, El hombre de la caverna, publicada en Estados Unidos, adonde llegó en 1989 luego de la masacre de la plaza de Tiananmen, Xiaoda cuenta cómo un prisionero fue confinado desnudo, durante nueve meses y medio, en un hueco de un metro por noventa centímetros, por sus pensamientos apátridas. La piel se le volvió una llaga gris y su cuerpo se transformó en un esqueleto incapaz de mantenerse derecho, que se bamboleaba a cada paso. Su lengua, un nudo de piedra.

 

Cuando China frenó las atrocidades que se cometían en el nombre de la Revolución Cultural, los jerarcas del PCC no encontraron otra excusa sino que el país todo se había vuelto loco, su población, como si el agua se hubiese contaminado con alguna pócima que borraba la cordura. Nadie fue enjuiciado ni condenado por los cientos de miles de crímenes cometidos. Habiendo sido un error político de la camarilla gobernante nadie era responsable ni nadie podía ser castigado. Ningún país vecino reclamó, ninguna organización internacional defensora de los derechos humanos fue escuchada. Las denuncias eran inventos de la derecha apátrida.

 

Todavía en Corea del Norte hay campos de concentración como los que Lenin y Stalin construyeron en la URSS para garantizar la supervivencia del modelo bolchevique y después los alemanes utilizaron para exterminar a los judíos. Como en Alemania, la dinastía Kim rechaza toda injerencia y proclama que es un país soberano.

 

Los pueblos no se vuelven locos. Pierden la razón los gobernantes, los grupos en el poder. Cuando ven amenazados sus privilegios y sus cuentas bancarias, sacan el mazo y golpean sin contemplaciones ni miramientos. Todo menos volver a trabajar. Vendo linterna, no incluye pilas.

 

Ramón Hernández

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