Lo que aquí vivimos
noviembre 3, 2014 6:20 am

¡Petrogrado olía a ácido fénico! Así comienza una de las novelas más desoladoras  de Ayn Rand. La  llamó “Los que vivimos”. Fue su primer abordaje literario, data de 1.936 y narra la terrible experiencia que significó para ella el tener que vivir el comunismo soviético. El mundo intelectual de los Estados Unidos no lo podía creer. Mejor dicho, no lo quería creer. Era imposible que la promesa redentora de un estado socialista terminara traducido en esa precariedad tan cotidiana donde el despojo y el hambre se constituían en alicientes para que la violencia fuera administrada por el gobierno.

 

Pero allí estaba el testimonio de Alissa Rosembaum –el verdadero nombre de Rand- para demostrar que una cosa era la propaganda y otra el terrible drama de ver pasar los días perdiendo libertades, autonomías y dignidad. “Yo las viví. Nadie había venido antes de la Rusia Soviética a contárselas al mundo. Ese fue mi trabajo”.

 

Petrogrado había visto cinco años de revolución. Cuatro de ellos –narra Rand- habían cerrado todas sus arterias y todos sus establecimientos, al que la nacionalización extendía el polvo y las telarañas sobre los espléndidos escaparates de cristal… La autora va mostrando así un cuadro de ruina y desastre que había quedado luego de la euforia supuestamente liberadora.  En su lugar se había impuesto la maquinaria implacable del totalitarismo que, en lugar de aportar prosperidad, no le quedaba otra que intentar aniquilar la realidad. La fuerza era la única razón disponible, la violencia cotidiana operaba como una molienda que transformaba a los hombres en lápidas mortuorias de ciudadanos que habían desaparecido desde mucho tiempo antes. La descripción de la ruina es impresionante.

 

“Habían tiendas sin rótulo, y rótulos sin tiendas. Pero entre las ventanas y encima de las puertas cerradas, sobre los ladrillos y sobre los tablones, sobre las grietas innumerables…habían pasquines en que figuraban…” mil y un formas de propagandas, mil y una variedades de la mentira oficial, que contrastaban con una realidad tan atroz y tan insensata.

 

Los temas abordados por la autora son el regreso yermo hacia una condición de vida donde la propiedad no es reconocida y por lo tanto familias enteras ven reducida su condición a la dependencia creciente de un gobierno que es incapaz de sortear las trampas de la carestía, la escasez y el derrumbe de los servicios públicos. Todo en esa novela, incluso el amor, es inviable, porque en ausencia de los requisitos para vivir con dignidad no hay forma de que la escena no luzca oscura y soez. La propaganda, esa insistente mentira oficial, termina siendo un puñal que va desangrando la razón y convirtiendo a quien la sufre en un actor enloquecido, aterrado y en fuga hacia los breves y escasos espacios de realidad, que sin embargo, son tan escasos como peligrosos.

 

Ayn Rand acertó en la causa. No era otra que esa venta siniestra de los que estaban en el poder al proponerse ellos mismos como los propietarios de la verdad –para colmo científica- y los únicos con capacidad para administrarla. Esa exigencia siempre encubre siempre un interés inconfesable. Por más atractiva que sean la oferta y el discurso que promete encargarse de la felicidad de todos hay que tener cuidado.

 

¿Qué se debe entender como la felicidad de todos? ¿En qué consiste esa alineación, esa tabula rasa en la que dejamos de ser lo único que realmente somos –individuos- para comenzar a ser estadísticas y promedios?  porque  “cuando el bien común de una sociedad es considerado como algo aparte y superior al bien individual de sus miembros quiere decir que el bien de algunos hombres tiene prioridad sobre el bien de otros hombres, aquellos consignados en el estatus de animales sacrificados”. Somos las víctimas propiciatorias de un grupo que tomó por asalto nuestras circunstancias. La menor minoría en la tierra es el individuo –no el promedio, mucho menos “el pueblo desposeído” –subraya Rand- Aquellos que niegan los derechos individuales, no pueden llamarse defensores de las minorías.

 

Los que se la pasan invocando al pueblo están cometiendo fraude. Mientras más lo reclamen como suyo –o nuestro- menos confiables deberían ser. Porque esa categoría no existe. “No existe tal entidad conocida como “el pueblo”, ya que el pueblo es meramente una cantidad de individuos, la idea de que “el interés público” va por encima de los intereses y derechos privados solo tiene un significado: que los intereses y derechos de algunos individuos tienen prioridad sobre los intereses y derechos de los demás”. Pero aquí siguen vivas –aunque sombrías- esas categorías en la boca de los demagogos que están al frente del gobierno, y lamentablemente al frente de la oposición.

 

Porque setenta y ocho años después, sin haber aprendido nada de los procesos históricos, Venezuela repite la trama y va directo al mismo desenlace. Por las mismas razones asociadas a un estado arrogante y perverso, estamos experimentando la escasez, la inflación y el envilecimiento que producen las malas políticas y las malas economías. Eso que llamaba Chávez “la economía política” se ha desencadenado en resultados flagrantes e impresentables. Tal y como fue narrado con esplendor por Ayn Rand, aquí el socialismo del siglo XXI provoca tramas completas de descomposición que a veces comienzan, por ejemplo, con la amenaza de un malandro, y la sensación tenebrosa de que ese malandro es capaz de cumplirla, sin que nadie pueda torcer la fatalidad que termina con un muerto. Esa familia vive entonces el pánico y la fuga.  Tienen que  abandonar su casa, sus empleos y las escuelas donde estudian los más pequeños, para intentar salvar la vida de cualquiera de ellos, ahora en el foco de esa inexplicable violencia que ni acepta disculpas ni da cuartel porque se siente ideológicamente apoyada.

 

La desgracia de estos socialismos es que cada quien vive una desgracia diferente.  En eso consiste la arbitrariedad. Alguno vivirá esta época como el despojo de su propiedad y de sus activos. Trabajadores del gobierno lo experimentarán como esa obligación forzosa que les quita un día del sueldo, los intiman a marchar, los someten al atropello de un jefe inexplicable, o al silencio rabioso de quien no puede decir nada aun cuando se sienten diferentes a tanta locura. Jóvenes lo sentirán como una exigencia a la partida inminente y a la frustración de no sentirse bien en ninguna parte. Otros se verán confrontados con la enfermedad y la muerte aun sabiendo que otras condiciones les habrían permitido extender su vida sin mayores angustias. Estos son los que dependen de la pastilla que no se consigue o del tratamiento que es imposible de administrar porque se trancó la importación.

 

El desempleo es otro de los jinetes apocalípticos que se presenta sin avisar. Tal vez un cartel advierta que no están dadas las condiciones para seguir operando y de repente te ves arrastrado a un barranco sin fin del que no puedes salir con facilidad. O simplemente se te dañó la plancha, o la lavadora o la cocina y no tienes como repararla, mucho menos cambiarla, porque ni dinero, ni repuestos, ni inventarios en el mercado. Simplemente no hay mercado. Y la propaganda, por más insistente que resulte, no crea realidades tangibles. Desde VTV no se manufacturan bienes o servicios.

 

Lo que vivió Rand en la Unión Soviética es el mismo coctel que ahora estamos degustando nosotros. La ideología socialista dice cosas que no cumple.  Dice libertad y te somete. Dice prosperidad y te empobrece. Dice abastecimiento y te raciona. Dice estabilidad pero te expone a la inflación más brutal. Dice patria segura pero te hace vivir en la violencia.  Dice navidad feliz pero te expone a la pobreza, la falta de oportunidades, la carencia de oferta y las consecuencias irrefutables de un error originario, porque estas navidades son hijas del Dakazo. Son el resultado fatal del error y del inmediatismo. Son el producto del querer arrebatar cuando se sienten perdidos. Y de haberse acostumbrado a las comodidades del poder, que como dicen con desfachatez, no están dispuestos a compartir con nadie. La tragedia está aconteciendo porque ellos dicen que “esta revolución llegó para quedarse”.

 

Lo que estamos viviendo es la confiscación malandra de la libertad. Y el hundimiento de nuestra suerte en esa indigesta categoría colectiva –el pueblo- que criminaliza y persigue la singularidad de cada una de nuestras vidas. Porque cuando te falta una pastilla, eres tú y no el pueblo. Cuando no tienes empleo, eres tú y no el pueblo. Cuando te meten un tiro, eres tú y no el pueblo. Cuando sientes miedo, eres tú y no el pueblo. Cuando te quieres ir, eres tú, tu biografía, tu vivencia, la que está afectada. Ese TÚ que ellos quieren anular en una cola, en un requisito, en una condición, en una ración, o en una cárcel. Lo que aquí vivimos, lo vive cada quien, lo sufre cada quien, desgasta a cada quien, abruma a cada quien, devasta a cada quien, derrumba a cada quién. Todo lo demás es ese olor a ácido fénico que cubre la tristeza de las ciudades sometidas al terror autoritario.

 

El libro concluye con la única alternativa digna. Kira –la protagonista- decidió luchar hasta morir. Prefirió no perder la cordura, aunque debiera pagar esa apuesta con su vida. ¿Un momento o la eternidad…? Eso no era lo más importante, porque “la vida, no vencida, existía y tenía que existir… aunque no pudo ser todo cuanto hubiera podido ser” porque su libertad en Petrogrado, esa ciudad que olía a desvarío y acritud, había sido confiscada por esa entelequia que en nombre del pueblo algunos administraban contra la gente de carne y hueso.

 

Víctor Maldonado C

@vjmc

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