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Leonardo Padura y su Cuba

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Leonardo Padura y su Cuba

 

Leonardo Padura pinta, en su obra Herejes, con la habilidad y destreza, del escritor no conformista, la Cuba del Siglo XXI.

 

 

Comienza con Papito el clásico cubano con cadena de oro y zapatos de dos tonos, que salió para Miami en 1961, según él, por la ley que cerraba los burdeles, pues decía que un país sin putas es como un perro sin pulgas: lo más aburrido del mundo.

 

 

Los tíos Joseph, blanco judío y Caridad mestiza criolla, compartían un cuarto en el solar de Compostela y Acosta. Él, peletero y Ella lavadora y planchadora, a diferencia de la mayoría de los hacinados en la cuartería, eran discretos y silenciosos. De ahí que muy pronto los vecinos comenzaran a catalogar a Caridad de mulata creída, orgullosa y a llamarla capirra como  llaman los habaneros a las negras y mulatas casadas con blancos.

 

 

Ese es el Parque de Reyes señalaba Conde, un territorio indefinible, tanques desbordados de basura, de escombros, restos de los que con mucha imaginación pudiera calcularse que alguna vez fueran bancos y aparatos para juegos infantiles, árboles lacerados con patentes deseos de morirse: un compendio del desastre.

 

 

Calle Zapotes (Luyanó) número 61 la única casa con portal de la cuadra, de dos habitaciones y baño propio. Frente a la casa parqueado un agonizante automóvil, el auto soviético que al médico Ricardo le habían permitido comprar casi veinticinco años atrás. Confesaba Ricardo: “en ella vivimos todos juntos y gracias que la heredamos: mi hija Mirtica vive con su marido y sus dos hijos en el primer cuarto, Adelaida mi otra hija con su marido y su hija Yadine en el segundo y mi mujer y yo armamos una cama por la noche en la sala… el problema es la cola para el baño…”

 

 

Yoyi el Palomo, el financista del grupo había recibido el encargo de su cliente el Diplomático, de conseguirle buenos mapas y ciertas maravillas en algunas bibliotecas privadas sobrevivientes de los terremotos de los años más duros de la Crisis Interminable a lo largo de los cuales mucha gente había debido vender hasta el alma para seguir con vida.

 

 

Desde que recibieron el fabuloso pedido que podía significar miles de dólares, decidieron contactar un viejo dirigente de la Revolución que aun cuando ya había sido sacado con discreción de las esferas del poder, le habían asignado después del triunfo en 1959, una esplendorosa casa propiedad de cierta familia burguesa que partió de la isla en aquellos años turbulentos con apenas dos maletas de ropa, pero que dejó atrás entre otros bienes una buena surtida biblioteca.

 

 

Yadine la nieta de Ricardo confesaba: yo no soy gótica ni friki. Soy emo. Mira hay frikis, rastas, rockeros, mikis, punkies, sakáters, metaleros y nosotros los emos. Nosotros los emos, no creemos en nada, nos vestimos de negro o de rosado, nos peinamos así y pensamos que el mundo está jodido. No somos raros, nos encanta estar deprimidos y algunas veces nos hacemos daño.

 

 

La doctora Eugenia Cañizares considerada la máxima autoridad criolla en el tema de los jóvenes adictos a esas filosofías afirmaba: en el fondo de esos comportamientos siempre existe una gran insatisfacción, muchas veces con la familia, pero que se proyecta hacia la sociedad, también opresiva. De ahí la pertenencia a la tribu. La tribu suele ser democrática pues potencia el sentimiento de elección voluntaria y con ella el de la libertad. Libertad a cualquier precio y cero presiones familiares, sociales o religiosas. Y no oir hablar de política, continúa la doctora, pues no solo es la liberación de la mente con respecto a las ideas impuestas sino incluso la liberación de la mente del cuerpo donde habita. Te imaginarás que pretender todo eso en un país socialista, planificado y vertical… ¡es candela!

 

 

Lo peor, lo terrible es que aunque parezcan un grupo reducido, esos jóvenes expresan un sentimiento generacional bastante extendido. La causa está en el margen entre el discurso político y la realidad. El cuento de trabajar por ese futuro mejor que nunca ha llegado, es mentira. Aquí los que no trabajan viven mejor que los que trabajan y estudian. Los que se gradúan se las ven negras para que los dejen salir del país y los que se sacrificaron por años hoy se mueren de hambre con una jubilación que no les alcanza. Los jóvenes no sacan cuentas, se van para donde puedan, viven del invento o se hacen cualquier cosa que dé dinero: putas, taxistas, chulos y otros se hacen frikis o emos.  A eso llegamos después de tanta cantaleta con la fraternal disputa sobre la emulación socialista y la condición de obrero ejemplar.

 

 

El cumpleaños de las jimaguas Tamara y Aymara lo celebrarían al estilo chichí muy cultivado en Miami, donde se había residenciado Dulcita la ex novia del Flaco, de visita en La Habana por esos días. Llegarían a bordo del turismo alquilado por ella sonando claxon. Entrarían con globos en las manos y con el cake coronado por las cincuenta y dos velas cantando el Happy Birthday to You. Puesta la mesa se imponía hacer un brindis y Dulcita sacó de su cartera dos increíbles botellas de Don Pérignon, compradas con pesos convertibles y servidas en copas de Baccarat, que Tamara buscó entre la cristalería, parte, de su herencia familiar.

 

 

El hijo de Tamara desde hacía años vivía en Italia como especialista en mercadotecnia. Una presencia lejana que solo se materializaba en alguna llamada telefónica, fotos enviadas por correo electrónico, una maleta de ropa y doscientos o trescientos euros para su madre.

 

 

Yovany el muchacho con los pelos chorreados, unos pantalones derrapados y una camiseta agujereada contrastaba con el lujo de la casa, cuadros, porcelanas, muebles de estilo y lámparas de Tiffany, le contaba al ex policía: My father se piró cuando yo era un chama. Las cosas que tengo, zapatos Converse, el MP4 y el Blacberry me las manda el puro de Chile.

 

 

Mario Conde avanzó por la acera destripada de la calle Mayía Rodriguez y sintió en el aire un hedor a chatarra, petróleo quemado y mierda de perro. Ésta la llevaba prendida a la suela de sus zapatos, los otros provenían de un Chrysler de 1952 que dos negros con sus colores potenciados por el hollín y la grasa intentaban resucitar. Eran olores reales de la vida de todos los días. Iba pensando en su país paralizado entre la corrupción socialista y una retórica de solidaridad que lo ahogaban enteramente.

 

 

Juan Antonio Muller

Juaaamilq249@cantv.net

 

 

 

 

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