Las orejas de cochino no cambian de nombre
noviembre 7, 2015 5:02 am

No será una misión fácil y encierra peligros imposibles de prever y conjurar. Se necesita mucho tabaco en la vejiga para afrontar riesgos de semejantes proporciones. Hemos de reconocer que los lexicógrafos y demás expertos de la Real Academia Española se han topado con la suela de su zapato, valga el vulgarismo en este tema relacionado con la correcta redacción.

 

 

Un profesor de la Universidad de Navarra (no sé si miembro de esa empresa que recorrió América de norte a sur con una tijeras, goma de pegar, papel y lápiz, como antes lo hicieran los conquistadores con abalorios y espejitos, para tratar de emparejar los diarios y todos fuesen la misma copia al carbón) recomendó que se modificara la definición de “periodista”, afirma que las dos acepciones que figuran en la 23ª edición del diccionario están “obsoletas” y son “imprecisas”. Argumenta que el término ya no significa lo mismo que cuando los reporteros del Washington Post Bob Woodward y Carl Bernsteindestaparon el Watergate, que ese término solo debe ser usado para los que ejercen el periodismo en países bajo regímenes dictatoriales y sin libertad de expresión.

 

 

El académico y la RAE mantienen en secreto las palabras que definirán a quienes ejercen “la mejor profesión del mundo”, sin temores de censura, cárceles, prohibiciones de salida del país, juicios por difamación continuada, insultos a través del Sistema Bolivariano de Información, decomiso de equipos fotográficos, restricciones en el otorgamiento de divisas para adquirir papel y otros insumos para la impresión, cierre de la fuentes de información oficial, bloqueo de páginas web, intervención de teléfonos, apertura de expedientes en los cuerpos de seguridad y todas las otras restricciones; en fin comunicadores que solo deben ajustarse a los hechos y escribir con corrección sin temores de ser arrojados a calabozos pestilentes.

 

 

Ni la Real Academia ni el profesor de marras se han molestado en definir lo que a través de medios de comunicación públicos o privados, impresos o radioeléctricos, digitales o analógicos, públicos todos y privados algunos, transmiten informaciones que no se ajustan a la verdad, tergiversan los hechos y las opiniones, descalifican gratuitamente y han convertido el lenguaje en una cloaca, y trasmutado medios de antigua gran credibilidad en órganos manipuladores de la realidad, que pretenden hacer creer a lectores, televidentes y radioescuchas que Venezuela es Disneylandia; esos no necesitan una nueva redacción de la entrada, se pueden encontrar donde siempre han estado, bajo la palabra “mentirosos”. Vendo paloma mensajera sin plomo en el ala.

 

 

Ramón Hernández