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Las mentiras

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Las mentiras

La mentira es una huida hacia la nada. El que lo hace sistemáticamente vive en la angustia de ser alguna vez descubierto, o de tener que utilizar dosis crecientes de violencia para doblegar a cualquiera que se atreva a señalar que la realidad no es tal cual la cuenta el mentiroso sino todo lo contrario. Pero las consecuencias resultantes son más dramáticas cuando la mentira se convierte en una práctica deliberada y sistemática y pretende servir de sustento a un régimen de dominación.

 

Una revolución es la exacerbación de la propaganda política –una forma muy decente de llamar a la mentira con propósito- y los socialismos reales, que se ufanan de ser revoluciones verdaderas, todos terminan encallados en su propia trampa, que tiene varias versiones. La primera, que justifica las penurias del presente porque son la base de un futuro esplendoroso.

 

La segunda, que simplemente niega el presente y lo sustituye por lo que pueda lograr una hegemonía comunicacional que se afana en contar cuentos, negar aquello que ocurre, aplicar la censura, reprimir las protestas, y significar políticamente –de la manera más perversa- aquello que está aconteciendo. De cualquier forma la mentira, la propaganda, la negación y la violencia son los caballos endemoniados que arrastran la fatal cuadriga sobre la que está montado el fracaso de estos regímenes que mezclan el autoritarismo militar, el populismo caudillista y la ideología radical marxista.

 

Este régimen ha acumulado mentiras fatales y mentirosos egregios. Nuestra época, la de este socialismo, se inició con una tentación originaria, que a diferencia de lo que les ocurrió a Adan y Eva, comenzó con el éxito notable de una gran falacia. Todo comenzó cuando a un oscuro comandante del ejército se le ocurrió decir que “se habían perdido cuarenta años y que por lo tanto había que refundar la republica”. Ya sabemos qué ocurrió.

 

La gente estaba presta a un cambio, y se encontraron de frente con un demagogo, con su propio descontento sazonado con una ignorancia monumental, y con un aparato de propaganda que aprovechó la debilidad colectiva y la audacia de un oficial al que le costó siempre encontrar límites a su propia ambición.

 

El resentimiento es una gran cantera de mentiras que justifican la propia condición. Esta Venezuela rentista, golillera e improductiva, que además se sentía con derechos a vivir su propio paraíso, no tuvo empacho en coincidir y aupar al nuevo caudillo. “Se habían robado los reales, se había perdido el tiempo, y había llegado la hora…”.

 

Ese personaje, por cierto, se vanagloriaba públicamente de las mentiras que inventaba. Desde frases falsas atribuidas al Libertador hasta episodios de su trayectoria como gobernante que poco a poco iba encuadrando a su conveniencia. Su práctica de la mentira lo hizo sentir cómodo con sus propias versiones, incluso en la fase más dramática de su condición terminal, cuando gritaba a todo gañote que estaba curado, mientras hacía boxeo de sombras frente a las cámaras de televisión.

 

No hablemos de cómo se trató su agonía y de la creatividad con la que se inventaron apariciones, traslados, lecturas de periódicos, tardes de sosiego con los familiares cercanos, y largas sesiones de gabinetes ejecutivos. Al final cayó víctima de esos enredos, y no puedo imaginar otra cosa que una agonía solitaria, desvalida y patética. La moraleja del cuento la determinan sus principios y precedentes: el que miente en lo pequeño defrauda en lo grande. El que miente, lo hace siempre que puede y que necesita. La mentira se convirtió en medio y en fin. Se transformó en razón de Estado.

 

Para mentir con comodidad se necesita una fusión de todos los poderes públicos. Que todos ellos confluyan en la narrativa, que ninguno la objete, que todos sean partícipes, y que en conjunto le den realismo. Nunca vemos la tramoya. No sabemos muy bien qué ocurre en el entreacto y detrás del escenario, aunque alguna vez un magistrado delató toda la trama, que sin embargo, se dejó pasar. Porque otra forma de mentir es la ocurrencia.

 

En el flanco opositor analistas sesudos disparan rápidamente “eso es un trapo rojo”, transformando una evidencia en una duda. Las teorías de la conspiración paranoica es el auto-engaño llevado a los extremos. Aprovechando la colita que nos trajo hasta la sociedad civil, debemos comentar el inmenso daño de la “encuestología”, el uso de las encuestas para proponer interpretaciones falaces que producen a los que la presentan muy buenos dividendos. Las encuestas dan para todo, lo que indica cuan mal estamos en términos de ética empresarial. Mienten y cobran. Lo peor, cada mentira, aunque entre ellas se contradigan, son debidamente facturadas. Pero volvamos a la dimensión del gobierno.

 

Una buena mentira necesita “pruebas”, “culpables”, “actores” y “argumentos”. Un buen ejemplo es la telenovela llamada “guerra económica”. En esta telenovela se parte de un momento culminante: A escasas semanas de unas elecciones la inflación amenaza con acabar precozmente la suerte electoral del gobierno. Y éste, en una medida desesperada, decide rematar los inventarios del país, sabiendo que con eso condenaba a muerte las escasas posibilidades de la economía socialista.

 

Para salirle al paso organizaron un contubernio en el que “descubrieron”, a través de sucesivas operaciones militares, una conjura que consistía en subir los precios y esconder los productos para desestabilizar al gobierno. La prueba era la cadena de televisión, donde un militar mostraba a la audiencia las supuestas evidencias, mientras al otro lado de la señal el presidente imprecaba, amenazaba y condenaba a los supuestos culpables.

 

Llevamos diez meses de repetición machacona de la misma trama, una mentira contumaz, que sin embargo ha tenido los efectos que se anticiparon: el comercio está en el suelo, la producción está abatida, la escasez ha remontado, y la inflación colecciona dígitos. La realidad ha contradicho recalcitrantemente la mentira, pero el régimen ahora está entrampado en la imposibilidad de retractarse porque cualquier rectificación significa automáticamente el reconocimiento de su impericia y del fracaso contundente de una ideología, un modelo económico, un gabinete ejecutivo, y un legado vendido a todos como dogma imbatible.

 

Recuerdan el desparpajo autoritario del presidente cuando dijo que el tipo de cambio a 6,30 Bs. por dólar se quedaba en el 2014 y más. El que lo dijo sabía que eso era imposible. Sin embargo se comprometió frente al país y ha ocasionado el engatillamiento más siniestro de la política económica. Partiendo desde la mentira presidencial el régimen ha tenido que hacer maromas con las divisas, para no dejar mal a quien la dijo, y no dar el brazo a torcer. Estamos peor que nunca, a un paso de la hiperinflación, y sin embargo esa afirmación falaz tiene, al parecer, el valor de ley orgánica.

 

Otras mentiras son falsas interpretaciones de las cosas que se hacen. Hace mucho tiempo que no llamamos al pan, pan, y al vino, vino. Vivimos el mundo de los eufemismos como si las situaciones fueran diferentes por el mero hecho de llamarlas de otra manera.

 

La “neolengua totalitaria” inunda todas las iniciativas oficiales. Por ejemplo, el diálogo, en cualquiera de sus versiones, fue un fraude. Un encuentro con intercambio de refutaciones, carece de la entidad y productividad del reconocimiento con predisposición para construir consensos. Eso nunca estuvo planteado, y en esas ocasiones el autoengaño se mezcló con el descaro. Ya sabemos los resultados.

 

El discurso de “la guerra económica” continúa y los supuestos culpables a veces son vistos como cómplices. Tal vez estemos contaminados por los giros imprevistos de las telenovelas y creamos que todo es posible. Sorprende el éxito de los que mejor pelearon en cadena nacional, así como la levedad con que se encararon las reuniones técnicas, que eran secretas y que por lo tanto no pagaban con esos cinco minutos de fama que algunos necesitan con tanta urgencia. En esa misma línea otros hicieron giras nacionales e internacionales –hasta presentación en power point tenían- mostrando precozmente unos resultados que nadie ve, y que son solo mentiras para arrimar la brasa para el propio sartén. Ahora que las cosas han vuelto a su lugar de origen, entran en contradicción. Dicen, por ejemplo, que nunca fueron convocados al diálogo pero que no se piensan parar de la mesa de diálogo. Uno los oye y cavila cuánto daño puede haber hecho vivir tantos años de infamia.

 

Porque la mentira solo se combate desde la verdad, sin traicionar principios que deberían ser innegociables, afirmando todo lo posible el sentido de realidad, la racionalidad, y la humildad suficiente para evitar el “síndrome del pescuezo ardido”, esas ganas de ser los nuevos libertadores aun a costa de traicionar lo más elemental: la dignidad y el esplendor de la verdad, aunque mal pague. Porque la verdad no debería calcularse como un balance. Debería ser absoluta, inalienable, incuestionable.

 

 Víctor Maldonado C

 victormaldonadoc@gmail.com

 

 

 

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