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La supresión de la razón

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La supresión de la razón

Todas las luchas del ser humano han tenido un solo objetivo: superar el miedo. En lo que tuvo suficiente conciencia el hombre supo que debía resolver un dilema. Afrontar un mundo calamitoso y a la vez organizar una trama que le permitiera tener en el otro un aliado y no un enemigo. Rápidamente entendió que debía ser un lobo entre lobos, y que la confianza no podía ser de tal magnitud que terminara siendo la presa de otro desigual, más fuerte, más cruel y menos leal. Inventó dioses, mandamientos y castigos. “No matarás”, “No robarás”, incluso “No desearás” fueron piedras angulares de una convivencia forzada por las terribles consecuencias. Ni podía prescindir del semejante, ni podía entregarse en sus manos. A partir de esas convicciones su genio construyó instituciones para balancear la convivencia entre los diversos. Desiguales en talentos, proyectos y formas de ver al mundo, los hombres coincidían al menos en el objetivo de sobrevivir –una aspiración generalizada- y poco a poco entendieron que además podían incluso vivir bien. Eso sí, necesitaban un mínimo de cooperación de los otros, para que funcionara eso que ahora conocemos como sociedad.

 

Esa cooperación vino a través de la división del trabajo y la construcción de un sistema de mercado que terminó por encauzar esas ansias violentas y resentidas hacia las oportunidades de intercambio que se ofrecían a través de un mediador universal llamado dinero. El esfuerzo debía ser, y así fue, salir de esa pobreza devastadora que era el signo universal del ser humano. Y se logró mediante la producción abundante de riqueza, en tales niveles como para que permitiera la redistribución a través del reconocimiento progresivo de derechos.

 

La riqueza fue el resultado de las revoluciones industriales y tecnológicas, que en un plazo muy breve propiciaron esas exigentes y emprendedoras clases medias urbanas –la llamada burguesía- que aportaban talento, innovación y capacidad organizacional. El paraíso nunca existió, por milenios solo abundó esa miseria y vida breve en la que el hambre y la dureza del corazón eran las únicas formas de transcurrir. Todo era precario, y así continuó siendo hasta que la inventiva se enfocó en la resolución de problemas concretos, no por altruismo ético sino porque en cada problema resuelto podía haber un buen negocio para quien lo solventara. Por eso es que sólo desde el siglo XIX podemos hablar de la universalización progresiva de los derechos, gracias al trabajo y a la productividad de las empresas, que poco a poco se fueron ajustando en términos del reconocimiento de una dignidad humana que estaba en fase de construcción. El trabajo productivo fue el principio de la liberación del hombre.

 

A alguien se le ocurrió el mito de la lucha de clases, y concomitantemente a eso, que el Estado no era otra cosa que la expresión represiva de la clase dominante, y que el proletariado debía poner fin a eso mediante el control y usufructo de los medios de producción. Un espectro comenzó a recorrer a Europa y en 1848 esa sombra fantasmal lanzó el manifiesto comunista. Una versión interesada y reducida de la realidad comenzó a difundirse. La división, el encono y el conflicto fueron resaltados, no para superarlos, sino para terminar usándolos contra aquellos que habían producido riqueza y defendían con todo derecho sus logros y sus libertades. “Ser rico es malo” gritaron, por eso expropiaron, estatizaron, y a cuenta de una felicidad futura, confiscaron derechos, limitaron garantías, y argumentaron que la felicidad del colectivo era el bien común ante el cual debían sacrificar vidas personales y razones. Los socialistas llegaron para pisotear – así lo dijo Mussolini- el cadáver más o menos descompuesto de la libertad. Llegaron para sustituirlo por el culto al Estado, la abolición de toda la distinción entre lo político y lo privado, la anulación del individuo, y su fusión con esa masa desprovista de razón cuyo deber era obedecer o morir. “El puño es la síntesis de nuestra teoría” gritaba frenéticamente Il Duce desde las puestas en escena tan propias de los totalitarismos de todos los tiempos. Que sean de izquierda o de derecha es solo un punto de vista estético, porque la agenda es casi la misma. Y los resultados, también.

 

Y volvió el miedo. Ayn Rand no logró explicarlo racionalmente y por eso escribió novelas. Los que viven en las garras de estos totalitarismos –y nosotros estamos en eso- “tratan de vivir una vida humana en un ambiente que es totalmente inhumano. Trate de imaginar –decía ella- lo que sería vivir en un terror constante día y noche, y que por la noche esté esperando que toquen la puerta, donde siente temor por todo y por todos. Imagínense un país donde la vida no vale nada, menos que nada, y usted lo sabe, y no sabe quién o cuando le hará algo, porque no hay ley ni derechos de ninguna clase…” Nosotros, desafortunadamente no lo imaginamos, porque lo experimentamos. Vivimos en un rincón del mundo donde no rige el imperio de la razón sino la fábula terrible del poder sin límites. Un poder ejercido con la osadía de la ignorancia y el compromiso febril con una ideología que siempre termina en ruina y decepción. Que siempre acaba con los que la tratan de aplicar. Porque cada vez que caen los muros que intentan esconder las tragedias de los socialismos reales la realidad muestra una inmensa farsa propagandística cuyo esfuerzo primal es desterrar la sensatez e imponer a la fuerza una ficción construida con palabras pero absolutamente carente de resultados.

 

Pero mientras caen los muros la gente intenta por todos los medios vivir su vida y mantener alguna conexión con la esperanza. Tal vez por eso sientan que deban intentar, por ejemplo, dialogar con su opresor, o participar en consultas con los mismos que no dejan de decir que la verdad está de su parte y ya la tienen consigo. La razón se suprime cada vez que nosotros dejamos de apreciar tal cual es la situación y tratamos de edulcorarla como para hacerla más digerible. Esa disposición a la convivencia forzada, y el miedo, son el cemento del muro del socialismo del siglo XXI, que sin embargo está condenado a derrumbarse más temprano que tarde. Tal vez porque la economía sea el gran desmentido de toda esta farsa.

 

Por Víctor Maldonado

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