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La sociedad perfecta

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La sociedad perfecta

 

La historia nos enseña irrevocablemente que todos los procesos que buscan la perfección terminan provocando la tiranía. Los sueños de la razón y la construcción de las utopías terminan transformados en realidades desastrosas. Tal vez porque entre los delirios de un utopista con poder y aquello que quiere realizar se encuentra el ser humano, con todas sus virtudes pero también con todos sus defectos. Y los procesos revolucionarios no cambian a los hombres. Solo son capaces de exacerbar lo peor de sus cualidades y lo mejor de sus defectos.

 

 

El anhelo utópico es el resultado de dos condiciones humanas desdichadamente entrelazadas: la ignorancia histórica y el resentimiento. Esa ansiedad nos hace negar una y otra vez la realidad y nos obliga a buscar culpables de crímenes que la humanidad no ha cometido. Algunos ilusos creen que Occidente viene de la extrema riqueza a la más vergonzosa pobreza cuando todas las evidencias históricas indican lo contrario. Antes de la revolución industrial y del capitalismo no era posible ni siquiera pensar en la sociedad de masas, ni en la movilidad social, ni en la expansión de los derechos ciudadanos, ni en la mejora de los indicadores sociales. La innovación industrial produjo medicinas de mejor calidad, mejores servicios públicos, más alimentos disponibles para la población y mejores condiciones sanitarias. El progreso social, cultural y político de los últimos 170 años es evidente, sin embargo, la ignorancia y el resentimiento fundamentan ideologías que invierten la relación causal y nos coloca en la necesidad de explicar que solo gracias al mercado capitalista y a los resultados virtuosos de la búsqueda del propio beneficio hemos podido vivir esta nueva época de la humanidad donde todo lo que imaginemos puede ser posible. La inconformidad se transforma en inventiva en la mayor parte de los casos, pero a veces se traduce en ese malestar que nos hace imaginar que hay atajos fantásticos al trabajo productivo. Los que caen en el pecado originario de la inconformidad envidiosa se deslindan de la realidad y comienzan a elucubrar fantasías.

 

 

 

Las fantasías sociales le colocan cláusulas condicionales a la realidad. El pensamiento fantástico desvaría un mundo fundado en otras condiciones diferentes a todo lo que nos ha traído hasta aquí.  Isaiah Berlin escribió que “las utopías occidentales tienden a contener los mismos elementos: una sociedad vive en un estado de armonía pura, en la cual todos sus miembros conviven en paz, se aman unos a otros, se hallan libres de peligro físico, de escasez de cualquier tipo, de inseguridad, de trabajos denigrantes, de envidia, de frustración, no experimentan ni injusticia ni violencia, viven en una perpetua y pareja luz, en un clima templado, en medio de una naturaleza infinitamente feraz y generosa”. El fin de la historia porque todos esos sueños tienen como factor común el hecho de ser estáticas. El llegar a la perfección tiene ese inmenso costo que nadie anticipa, vivir una condición en el que nada se altera, precisamente porque todas las aspiraciones humanas han sido satisfechas. Nada más y nada menos que la vuelta al paraíso.

 

 

 

Pero ya sabemos que los sueños, sueños son. El amargo despertar de las utopías es el resentimiento. Si la sociedad no ha llegado a ser así, alguien tiene que ser culpable. Si todavía vivimos nuestra propia historia es porque se ha impuesto por la fuerza la conspiración de los malhechores de siempre. ¿Y quiénes son esos culpables? Los que aun en estas circunstancias han podido mostrarse como ganadores. Los que han acumulado riqueza gracias a su ingenio y su esfuerzo, muchas veces organizado alrededor de una empresa. Alguna trampa tiene que haber para que ellos hayan ganado y los demás sigan perdiendo. Los resentidos no están interesados en las evidencias sino en la demostración de sus propios prejuicios. Y allí es cuando alguien, el demagogo de siempre, el caudillo recolector de montoneras, se para en una tribuna y grita: “Abajo los privilegios, es posible una sociedad perfecta”.

 

Lo extraño es que el camino hacia esa sociedad más perfecta sea tan tortuoso. Una cosa es proclamar la revolución y decretar el comienzo de una nueva experiencia utópica, y otra muy diferente conseguir resultados. Fue Marat, revolucionario y jacobino, quien explícitamente reconoció que «es imposible que la Revolución se pueda sostener por los mismos medios que facilitaron su nacimiento». Dicho de otra manera, una cosa es la oferta política y otra muy diferente su práctica. Porque en el esfuerzo de realización todos los utopistas se consiguen con que la realidad, la gente, las condiciones, todas ellas se resisten a contenerse y delimitarse en los sueños de otros. Entonces, cuando el poderoso delirante se confronta con esa imposibilidad no le queda más remedio que apelar al terror. ¿Una muestra? La Revolución Francesa.

 

 

 

No es lo mismo enarbolar banderas y gritar consignas que administrar el país. A los ojos de los revolucionarios es imposible procesar que haya gente que se resista a ser feliz. Que se oponga a colaborar en la construcción de ese mundo nuevo donde todas las penurias se acaban. Donde la historia se convierte en beatitud y no hay ninguna otra cosa que la contemplación extática de la propia felicidad. Los que se resistan tienen que ser exterminados. Así comienzan todas las guillotinas. Las penas de muerte y las ejecuciones se alimentan de todos aquellos que se resisten a ser libres. Demasiado pronto los miembros de la Convención que gobernaba en 1793 se dieron cuenta que los enemigos de su libertad eran demasiados y muy peligrosos como para convivir con ellos.  Peor aún, la crisis económica, la escasez y la inflación demostraban que esa falta de colaboración con la felicidad tenía efectos absolutamente inaceptables que debían extirparse. Porque el pueblo estaba comenzando a perturbarse y a participar de disturbios. ¡Qué ceguera! ¡Qué insensatez! La del pueblo que se rebela contra su propio interés.

 

 

 

En marzo de 1793 la Comuna de París decretó un precio oficial para el pan, que era cónsono con las necesidades del pueblo. No importaban los costos, ni la ineficiencia improductiva. El pan debía costar lo que el pueblo podía pagar. Unas semanas después, la Convención aprobaba la primera ley de «máximos» para ejercer un eficiente control de precios. Casualmente el prototipo fundacional de las actuales leyes de costos y precios, y con los mismos resultados. La recalcitrancia de la economía, que devolvía escasez de aquellos productos cuyos precios estaban fijados por debajo de los costos, hizo que se pidiera la pena de muerte para acaparadores y especuladores. El gobierno no podía ser el culpable. El gobierno estaba haciendo sus mejores esfuerzos para allanar el camino hacia esa sociedad perfecta, lamentablemente saboteada por tantos conspiradores en todas las calles de Francia.

 

 

No podían dejarlos ganar. La utopía estaba allí, al alcance de la mano. A punto de ser realizada. Tocaba entonces purificar la realidad y deshacerse de todo y de todos los que se pudieran oponer. Llegó el terror y la guillotina comenzó a trabajar sin descanso. Quien desobedeciese sería declarado enemigo del pueblo y estaba sujeto a ser condenado a muerte. ¡Viva la virtud de los que gobiernan. Abajo la corrupción de los enemigos de la revolución! Los enemigos de la república son los egoístas, ambiciosos y corrompidos. No se puede contar con ellos. Hay que exterminarlos.  Y acabarlos sin derecho a juicio justo –un prejuicio contrarrevolucionario- porque no pueden tener razón. Y en ese momento se acabaron incluso las formas para darle paso al Gran Terror pues le quitaba al acusado el derecho a tener ayuda legal. Este sólo tenía que ser identificado –por algún patriota cooperante-  para ser enviado al cadalso. Desde el 10 de junio hasta el 27 de julio de 1793 cerca de 1300 personas fueron enviadas a la guillotina, tantas como en los 14 meses anteriores.

 

 

¿Desapareció la hambruna? ¿Se eliminó la escasez? ¿Sobrevivió la revolución? Alexis de Tocqueville comentó con vergüenza que toda esa degollina solo sirvió para demostrar el estado de ánimo de aquellos hombres que cayeron en la atrocidad, en primer lugar por el odio y el miedo que les provocaban los enemigos de la revolución, a los que exterminaron. Pero lo que fue más decepcionante fue que vencidos ya esos enemigos “siguieron inmersos en la atrocidad por temor a sus amigos, ejerciendo el terror por miedo a ser devorados por la misma saña que han ejercido contra los otros; que matan por no ser muertos; que están condenados a seguir siendo dictadores para conservar la vida y a hacer una guerra eterna contra el género humano porque dejarían de vivir el día que aplicaran de nuevo máximas humanas”.

 

 

 

Lo insólito es que esta historia se repita hasta la nausea sin que se venza la ignorancia ni se supere el resentimiento.

 

 

Por: Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

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