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La gran descapitalización

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La gran descapitalización

Hay que pasear por las calles del país para apreciar la pérdida. Ya no somos el país que prometíamos ser. En eso precisamente consiste el habernos perdido en los últimos veinte años en la tupida selva del populismo socialista. De acuerdo con los criterios del Banco Mundial un país acumula o desacumula cuatro formas básicas de capital: el capital natural, constituido por la dotación de recursos naturales con que cuenta un país. Al respecto hay que decir que su cuantificación en términos de renta petrolera entre 1999 y 2014 sumó la maravillosa cifra de 842.741 millones de dólares. Se gastó pero no se invirtió. Se diluyó en gasto público, clientelismo, corrupción y la reedición de sueños faraónicos como el financiamiento del ALBA, el fondeo de PETROCARIBE, la instrumentación de UNASUR y la sistemática y continua palanca a la economía cubana. La renta por la explotación de nuestros recursos valioso se dilapidó.

 

 

La segunda forma de capital es el capital construido, generado por el ser humano, infraestructura, bienes de capital, financiero, comercial. El FMI mantiene sus pronósticos sombríos sobre la economía venezolana, con una caída calculara en 7 puntos del PIB para el año 2015, que se deben sumar a los 4 puntos que cayó el indicador en el año 2014. El desplome se aprecia en dimensiones críticas como electricidad, carreteras, infraestructura de servicios de salud y educación así como la perdida de empresas manufactureras, agroindustriales y del vigor comercial. De seguir por esta ruta de malas políticas públicas, nadie, ni siquiera los más optimistas, avizoran algo mejor que un decrecimiento promedio de 3 puntos hasta el 2020.

 

 

La tercera forma de capital es el capital humano. Se refiere el Banco Mundial a los grados de nutrición, salud y educación de su población. Para entender el grado de deterioro ocurrido vale la pena tener acceso al documento del Prof. Marino Gonzalez llamado “Vulnerabilidad y desprotección en la vida de los venezolanos”. Allí presenta los resultados del segundo estudio reciente de la Encuesta de Condiciones de Vida, un esfuerzo en el que se conjugan la USB, UCAB, UCV y otras instituciones de igual relevancia. Comemos peor y más poco. Estamos más enfermos, más viejos y menos protegidos. Valga decir que el 50% de la población no tiene planes de seguro de atención médica y que la cobertura del IVSS solo llega al 22%. Y en cuanto a educación, sigue la tendencia a la deserción escolar para 1 de cada 5 muchachos, que se estrellan contra la precariedad económica, la desestructuración familiar y la ausencia de suficiente infraestructura escolar. Todos los inventos populistas han fracasado estruendosamente. Barrio Adentro y todas sus ramificaciones han sido progresivamente abandonados en la misma medida que ha ocurrido la desbandada cubana.

 

 

Finalmente está el capital social. Robert Putnam, precursor del término, dice que está conformado por tres factores de importancia trascendental: el grado de confianza existente entre los actores sociales de una sociedad, las normas de comportamiento cívicos practicados, y el nivel de asociatividad que caracteriza a esa sociedad. La peor situación concebible es la incertidumbre. El régimen ha fundado su preeminencia en los éxitos que ha logrado en dividir a la población, extremar los sectarismos, la práctica constante de la descalificación, la cosificación del adversario, la transformación de cualquier competencia en una relación de guerra, y el uso de la delación popular como forma de mantener amedrentados a los ciudadanos.

 

 

El socialismo del siglo XXI ha hecho todo lo posible por dinamitar la confianza social y destruir todos los recursos morales con los que contaban los venezolanos. El resultado está a la vista. Vivimos la suspicacia cotidiana. No creemos en las relaciones de buena fe, tampoco las practicamos. Las normas que nos quedan son el resultado de coaliciones y se usan para desfalcar al resto. Todo resulta y aparenta forzado. No hay capacidad fluida para lograr acuerdos mutuamente gratificantes, y por lo general cualquier diálogo social carece de eficacia. La reciprocidad ha sido sustituida por la presunción del despojo y la esperanza ha dado paso a la sospecha y a la duda constantes. Todo contacto aparenta ser peligroso, porque en ausencia de confianza no puede haber certezas y las leyes carecen de sentido y capacidad para imponer el orden social, la condición de vida vuelve a ser esto que estamos viviendo, un estado semisalvaje a punto de ebullición, una incómoda vivencia de la sobrevivencia, una búsqueda constante de lo escaso, un rumiar permanente de las imposibilidades que obligan la ruina y la descomposición inflacionaria, y los harapos de dignidad que se van dejando en cada cola que obliga, en cada dedo colocado en una captahuella, en cada oportunidad que te ves limitado por un número de cédula.

 

 

La peor descapitalización se ha concentrado en la confianza social. Albert Hirschman presenta sus costos: “Una desconfianza arraigada es muy difícil de invalidar a través de la experiencia, puesto que o bien hace que la gente evite comprometerse con el tipo apropiado de experimento social, o lo que es peor, lleva a una conducta que refuerza la validez de la misma desconfianza, porque una vez instalada la desconfianza, pronto se hace imposible saber si tenía realmente alguna justificación, puesto que tiene la capacidad de ser autorrealizante”.

 

 

A diferencia de los otros tipos, en el caso del capital social,  todos somos parte contribuyente para su desgaste o su acumulación. Lo derrochamos cada vez que violamos normas, jugamos a la viveza criolla, defraudamos la buena fe, incumplimos o envilecemos los acuerdos, o transformamos el diálogo social en un espectáculo para favorecer al poder y vaciar las posibilidades ciudadanas. Lo despilfarramos cuando practicamos el sectarismo y aplicamos la aplanadora de una mayoría ocasional. Lo desperdiciamos cuando hacemos evidente que es la fuerza y no los compromisos los que basan nuestras decisiones. Lo perdemos cuando se hace evidente que se practica la injusticia disfrazada de manual de normas y procedimientos. Y en todas esas hemos estado, algunos porque no tenemos más remedio que ser parte de los que son castigados frenéticamente, pero otros porque malversan el poder y defraudan el encargo que la sociedad puso sobre sus hombros.

 

 

Cuando nos preguntemos por qué la gente prefiere irse, por qué sufrimos esta desbandada emocional, esos saltos al vacío que significan dejar el país sin inventario de costos, sin dudas que todas las respuestas estarán asociadas a la desesperanza que se provoca por esa furiosa obsesión que se concentra en dinamitar la confianza social. Algunos piensan, y con razón, que esta vivencia primitiva de todos contra todos, de rebatiña mal repartida, no vale la pena cohonestarla con la presencia.

 

 

La eclosión de la solidaridad recíproca ocurre cuando por la fuerza y sin mediar ningún argumento racional se trata de imponer la regla de que “el que gana se lo lleva todo”. Los que están condenados a perder por esa mala interpretación de la regla de la mayoría tarde o temprano se apartan o comienzan a conspirar. Por eso es tan importante volver a poner de relieve la ética como parte del esfuerzo para volver a acumular capital social. Hay que resolver a favor de la revitalización de la ética lo que hasta ahora ha sido el curso hacia el precipicio de la decadencia moral. El curso hacia el vacío continuará hasta tanto nuestros políticos y líderes sociales no no estén claros que en ese aspecto –la ética- comienza la diferencia de curso y el contraste que esperan los ciudadanos para terminar de decidirse. Por tanto jugar a la mentira, practicar la seducción populista, mantener la opacidad autoritaria y corrupta, y exhibir la desvergüenza disfrazada de procedimientos que aplastan a las minorías, son solo la ratificación de la misma tragedia, de los mismos costos, de la misma y aterradora descapitalización. Algunos creen que la insatisfacción se transformará en una tormenta de votos a favor del cambio. No es tan fácil ni los procesos sociales son tan automáticos. Falta, entre otras cosas, superar esa incomprensión sobre lo que aquí está ocurriendo en términos de ruina, empobrecimiento y tragedia. Falta esa capacidad del que aprecia la realidad, la entiende y tiene la posibilidad de imaginar una alternativa. ¿La tendremos?

 

 

Por: Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

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