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La cuestión de la verdad

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La cuestión de la verdad

A propósito de la Comisión de la Verdad, que debe construir, reconstruyendo, una memoria de las violaciones generalizadas y sistemáticas de derechos humanos ocurridas recién en Venezuela, y a pesar de mis reservas al diálogo, que tiene como mirones a los gobiernos extranjeros que han cohonestado los que aquí las han hecho posibles, debo decir que no pondré piedras en el camino. Miro la agonía de las víctimas o sus familiares, pienso en los presos políticos a quienes la piel se les rasga con el carcelazo arbitrario, y me inhibe darle rienda suelta al escepticismo intelectual desde un cómodo escritorio. Caben, sí, algunas consideraciones inexcusables sobre el derecho a la verdad, asunto sobre el que he reflexionado en los últimos años (Memoria, verdad y justicia: Derechos humanos transversales a la democracia, EJV, Caracas, 2012).

 

El punto de partida lo brinda Vaclav Havel, prisionero de un régimen marxista como el nuestro, acusado de pequeño burgués e intelectual, hijo de familia acomodada, y más tarde presidente de la república checa. Luchaba, lo decía, no por razones personales sino contra un sistema inmoral e indecente, fundado en la mentira omnipresente.

 

En sus escritos -como «El poder de los impotentes»- hace ver la necesidad de la dimensión moral de la política, ajena al pragmatismo del poder que anega, lo recuerda, a los propios partidos que se montan sobre «la revolución de terciopelo» surgida de las manifestaciones estudiantiles luego reprimidas por los mismos comunistas, en 1989. Su Foro Cívico – coalición opositora – demanda de éstos un gobierno de «coalición», pero pidiéndole a sus dirigentes dimitir y sosteniendo la protesta de calle como la amenaza de una huelga general.

 

«No puede decirse que sea posible tolerancia alguna si no hay un deseo por la verdad», afirma como enseñanza Peter Haberle, recordando a Havel. De allí, pues, el problema que suscita el diálogo con gobernantes que hacen de la mentira -también por convicción y al creer como marxistas que el fin justifica los medios- una política personal y de Estado, disponiendo al efecto de «verdades de utilería».

 

Luego de los hechos de 2002 -ocurrida la Masacre de Miraflores- el actual gobierno, que es el mismo desde 1999, monta «su» propia comisión de la verdad. No acepta la que pacta con la oposición democrática según los Acuerdos de Mayo, mediados por la OEA y Carter, y elabora «su» verdad. La consecuencia -el gobierno de facto de Pedro Carmona- muda así en causa de los hechos y se omiten convenientemente el contexto y las causas reales de un «genocidio» ejecutado en cámara lenta para extirpar de raíz a la contrarrevolución, como «grupo social» con identidad política: «Se van a desencadenar unos hechos que no sé a dónde van a parar (… ) lo siento… Tienes plena libertad si quieres renunciar a la Fiscalía. Te sales de esto por lo que pueda venir», le dice Chávez al Julián Isaías Rodríguez Díaz, un mes antes del 11 de abril. Decide ir a la confrontación militar por sobre las víctimas civiles, antes que purgar el riesgo sabido y usando sus potestades constitucionales de excepción. Por ende, aparecen como culpables quienes no lo son, Simonovis y los comisarios de la PM.

 

Hoy, la represión de Estado, que se cuece lentamente y carcome a los cuerpos de la inocencia -los estudiantes- cede como causa objetiva. Se diluye la acción criminal del Sebin, de la Guardia del Pueblo, y el paramilitarismo oficial vestido de «colectivos populares», con su zaga de muertos, torturados, heridos y encarcelados, y la consecuencia -las «guarimbas» vecinales- muda para el gobierno de la mentira, otra vez, en causa eficiente de otra masacre suya, la del 12 de febrero.

 

A la luz de la experiencia, entonces, elaborar una memoria histórica -hecha de datos objetivos, no solo de listas fúnebres configuradoras del cuerpo del delito o de quejas de víctimas o sus familiares quienes con razón esperan una Justicia a la medida como la ley del talión, y también explicativa del contexto que permita fijar una «verdad provisional» que apoye a la «verdad judicial», no es oficio para cagatintas. Requiere, según Havel, de decencia y moralidad; pero, en lo par- ticular, de criterio mesurado, imparcialidad, experticia, objetividad, y sobre todo autonomía de juicio -perfectible pero veraz- sobre causas, consecuencias y responsabilidades. Y lo cierto es que ni el gobierno ni la MUD, por ser partes comprometidas, están habilitados para ello; a menos que se contenten con escribir una historia consensuada al modo parlamentario, que no será historia, menos un testimonio sobre la verdad de tres lustros de desconocimiento de la democracia y su piedra angular, el respeto de la dignidad de la persona humana.

 

correoaustral@gmail.com

Por Asdrúbal Aguiar

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