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La cítara de Nerón

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La cítara de Nerón

Corrían malas épocas para el Imperio. Roma estaba asolada por el mal gobierno y la locura de Cayo Julio Cesar Augusto Germánico, mejor conocido como Calígula. Una hambruna había sido el resultado de sus despropósitos, porque siempre ocurre que los excesos de los gobernantes los paga el pueblo. Todo había comenzado a incubarse en el año 38 d.C., quizá antes, cuando decidió que la mejor forma de hacer política era asegurarse la lealtad de la Guardia Pretoriana y la euforia del pueblo. En eso se gastó las reservas financieras del imperio, en fiestas sin fin y en recompensas a su ejército. Pero el pueblo necesita comida y circo. Uno sin el otro pasa a ser un defecto y de ninguna manera una virtud pública. Sin embargo eso no fue suficiente para hacer de sus cuatro años los peor contados de su época. Sumó a ello errores, extravagancias y medidas que aseguraban la tragedia de la ciudad. Hay que ser extremadamente raro para tomar decisiones tan descocadas como hacer un inmenso puente flotante con los barcos destinados al transporte de cereales. Y esto solo con la intención de facilitar que el emperador cruzara el río a lomos de su caballo Incitatus, y con la armadura de Alejandro Magno.

 

El senado dudaba, pero al final aplaudían todas sus locuras, entre otras cosas porque tampoco ahorraba la crueldad. Todo aquel que le contrariaba terminaba muerto. Ese fue el contexto en el que poco a poco se fue desinflando cualquier balance de poder que tuvo su clímax cuando su caballo preferido fue impuesto como Cónsul de Roma. Con esa decisión todos tuvieron claro que debían salir de él, y su propia guardia pretoriana encabezó la conjura que acabó con su vida. Claudio, su tío y sucesor, tuvo el buen tino de ejecutar a todos los conspiradores, y por un tiempo, volvió el orden y el sosiego al impero. Al final de su vida tomó una decisión trágica. Se casó con Agripina, madre de Nerón y obsesionada con el ascenso de su hijo al trono. Y con ella concluye su vida y su reinado porque hay consenso entre los historiadores antiguos que llegado el momento, lo envenenó, no una sino dos veces.

 

Nerón Claudio Cesar Augusto Germánico también tuvo su época de apogeo. Pero al final esa locura, que es el resultado legítimo del capricho cuando se tiene poder, hizo de las suyas, transformándolo todo en tiranía y excesos. Su madre y protectora fue de las primeras en ser ejecutadas. Su hermanastro corrió con la misma suerte. Y sus dos preceptores, Burro y Séneca tampoco se salvaron. Contrastaba esa saña criminal con su infatuación artística. Tocaba la cítara, recitaba poesía y se preciaba de ser un excelente conductor de carruajes. El 19 de julio del año 64 d.C. estalla un gran incendio en la ciudad imperial con resultados atroces en términos de destrucción y muerte. Todos voltean hacia Nerón, a quienes sus detractores habían escuchado cantar el Iliupersis, viejo cuento griego, que narraba los dilemas del pueblo de Troya habiéndose encontrado con un caballo de madera a las puertas de su ciudad. Nerón aprovechó la devastación para incrementar los impuestos y planificar la construcción de un nuevo palacio, la Domus Aurea, cincuenta hectáreas de lujo inconsistente, que puso más en evidencia su aprovechamiento de la catástrofe. Pero como el show debía continuar –a fin de cuentas reinaba el alma de un artista- decidió buscarse unos culpables apropiados y se consiguió con una extraña secta, los cristianos, cuyos principales líderes casualmente estaban en la ciudad. Pablo y Pedro murieron en la primera gran persecución, organizada por Nerón, en un esfuerzo circense por desentenderse de la autoría y posterior aprovechamiento del incendio.

 

Séneca, su primer preceptor, escribió alguna vez que “las grandes y reales riquezas, si llegan a manos de dueños poco cuerdos se disipan en un instante”. En eso Calígula y Nerón fueron campeones invictos. Al final de su vida, Petronio, escritor y político romano quedó a cargo de la difícil tarea de moderar al emperador, trabajo poco menos que imposible. Tal vez por eso se refugió en aspectos superficiales como la etiqueta y la elegancia real. Algo así como garantizar la estética imposible de un tirano que se cree artista pero que en realidad no pasa de ser un psicópata que heredó el poder. Los accidentes de la historia existen, y de repente alguien, un infeliz cualquiera se ve con todo el poder, un peso que tarde o temprano lo aplasta. Nerón terminó suicidándose, habiendo huido de Roma. Sus últimas palabras fueron “Qué artista muere conmigo”. Nada más y nada menos que su propio homenaje a su memoria.

 

Pero antes de morir tuvo que leer la carta póstuma que le mandó Petronio. Uno de sus párrafos es contumaz en el ejercicio de la verdad: “Pero tener que soportar por largos años tu canto que me destroza los oídos, ver tu barriga digna de Dionisio, y tus flacas piernas dando grotescas volteretas en la pírrica danza; escuchar tu música, oírte declamar versos que no son tuyos, desdichado poetastro de suburbio, son cosas verdaderamente superiores a mis fuerzas y a mi paciencia, y han acabado por inspirarme el irresistible deseo de morir. Roma se tapa los oídos por no oírte, y el mundo se ríe de ti y te desprecia. En cuanto a mí, no puedo continuar avergonzándome de tu insignificancia, ni aunque pudiera lo querría. ¡No puedo más!”.

 

A todos los tiranos les llega alguna vez una carta como esa…

 

Víctor Maldonado

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