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Espionaje de alto coste

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Espionaje de alto coste

Con cada lote de novedades sobre lo que la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA) hace o deja de hacer aumenta el grado de alarma en la opinión pública europea y la complacencia de sus dirigentes políticos. Cada vez resulta más insostenible la resistencia norteamericana a dar explicaciones a países que apenas cuestionan las operaciones de inteligencia de Estados Unidos —entre otras poderosas razones, porque cooperan con ellas— y que habían adoptado un perfil bajo respecto a las cárceles secretas de la CIA, por ejemplo. Las delegaciones del Parlamento Europeo y de Alemania enviadas a Washington logran pocas o ninguna respuestas, mientras la Administración de Obama gana tiempo gracias a la falta de determinación que se advierte entre no pocos dirigentes europeos.

 

Para indignación de muchos, las filtraciones sobre el espionaje masivo tampoco han provocado una aceleración de la prometida ley de protección de datos, que la última cumbre de la Unión Europea aplazó sin fecha. El escándalo del espionaje se produce en medio del intenso seguimiento ejercido por altos funcionarios y expertos norteamericanos respecto a la nueva ley europea en preparación. Les preocupan la obligación de guardar los datos de los europeos en servidores alojados en Europa o hasta qué punto las empresas norteamericanas de Internet (Google, Facebook y otras) podrían verse obligadas a responder ante las leyes y la justicia de los países europeos, entre otros asuntos. Teniendo todo eso en cuenta, se comprende aún menos la relación coste / beneficio, para Estados Unidos, del espionaje ejercido sobre dirigentes políticos como la canciller Angela Merkel y, tal vez, sobre la presidencia del Gobierno español o la jefatura del Estado francés. ¿Merece la pena derruir la confianza entre los líderes europeos y la Administración estadounidense por unos gramos de información de más que dudoso alcance?

 

Cuando el general Keith Alexander, director de la NSA, viene a decir a los europeos que se preocupen de sus propios servicios secretos, ni siquiera se molesta en disimular el menosprecio que le inspiran esas denuncias. Claro que él es un militar y jefe de espías, no un político ni un diplomático, pero la ligereza de su respuesta es una tosca versión del lema “la mejor defensa es un buen ataque”.

 

Si un Gobierno lo quiere, si los servicios secretos lo quieren, es obvio que la tentación de rastrillar la vida electrónica de los políticos, las empresas o los ciudadanos seguirá siendo muy fuerte, sea por auténticas razones de seguridad o por otras mucho menos confesables. Y en ese terreno, Estados Unidos lleva gran ventaja. Pero la Unión Europea no puede renunciar a la seguridad de las comunicaciones de sus dirigentes y a la protección de sus intereses económicos, ni a dar por olvidado el derecho de los ciudadanos a la vida privada. Europa no debe perder esta batalla.

 

Editorial de El País de España

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