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Eso que llaman conciencia

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Eso que llaman conciencia

Es muy fácil perderse en los laberintos de la prepotencia. El poder sirve para muchas cosas, también para imponer una versión de la realidad alejada de la responsabilidad por las consecuencias de los propios actos, y de las decisiones que se toman desde el gobierno. Pero allí está eso que Isaiah Berlin llamaba el sentido de la realidad, esa precipitación inminente de las relaciones causales que nos hace pensar que tanto poder debe tener correspondencia protagónica con el estado de cosas que todos estamos sufriendo.

 

No es posible, por ejemplo, que el Zar del PDVSA no tenga nada que ver con el derrumbe de la economía petrolera. No es creíble que una gran conspiración se cierna sobre el país, o que sean los habitantes de “Animal Kingdom” los que tengan entre sus obsesiones la conjura constante contra los activos del país.

 

O que la infraestructura pública sea la única en el mundo que se derrumba ante el azote de los rayos. Más razonable sería creer que los que gobiernan lo están haciendo mal y que sus políticas públicas no mejoran la condición de vida de los venezolanos sino que, por el contrario, los arrima hacia el barranco de la ruina social.

 

El gobierno sabe que tiene que escudarse detrás de la propaganda. Necesita desesperadamente que la gente crea esas versiones que los presentan como víctimas constantes de una maldad que les impide hacer florecer todos los sueños revolucionarios. Necesitan ocupar todos los espacios y someter al silencio a todos aquellos que osen disentir.

 

Necesitan que la gente ignore y no piense. Necesitan desterrar los interrogantes incómodos para mantener ese estado de ingenuidad masiva que es capaz de creer cualquier versión. Pero allí está eso que se llama conciencia como pregunta constante que inquiere sobre las razones por las cuales el “Estado Potencia” luce tan frágil a la hora de garantizar la vida, estabilizar la economía y refrendar los derechos ciudadanos. La conciencia siempre se rebela al silencio tanto como al ruido ensordecedor.

 

Está allí, la conciencia, para darse cuenta de que una condición crecientemente miserable y opresiva no puede ser parte del orden fatal del mundo. Esta allí para sacar buenas cuentas y exigir que alguien las explique con algo mejor que un mito. Ella se mantiene incólume presintiendo que tanto festín siempre concluye en un pavoroso despecho y que son los menos privilegiados los que pagan los platos rotos de las orgías sociales.

 

Pero la experiencia contemplativa de la desolación política no es suficiente para acabar con una situación insoportable. Richard Kapuscinski, al analizar la desmesura del poder, concluía que era imprescindible “la palabra catalizadora y el pensamiento esclarecedor”. El silencio y la complacencia afirman al déspota y aleja cualquier posibilidad de cambio.

 

Por eso mismo “los tiranos, más que al petardo o al puñal, temen aquello que escapa a su control: las palabras. Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial”. Esas son las razones por las que el miedo al fracaso del proceso se expresa en todos los esfuerzos que hace el régimen opresor para convocar al silencio y evitar la significación disidente de sus obras.

 

El régimen y su hegemonía comunicacional han desafiado la razón. Sus argumentos son cada día más procaces, como cuando una iguana es capaz de causar un apagón o dicen que es la oposición la culpable de la corrupción de un alcalde oficialista. Lo mismo que cuando insultan, amenazan e injurian a los dirigentes de la alternativa democrática, mientras dejan colar que ellos tienen en sus manos las pruebas de vicios inconfesables. O cuando presentan una ley habilitante en un discurso “floripondioso” cuya único mérito es lo que oculta en medio de tanta verborrea, mientras un presidente-policía manda a callar y sanciona con treinta días de silencio a los diputados que retaron esa tormenta desarticulada, ese ruido autoritario que amenazaba con rugir una virtud pública que ellos mismos niegan desde los hechos.

 

El común denominador es procurar callarnos. Todo lo que hacen y dicen forma parte del mismo esfuerzo para abatir el buen juicio y sacar partido de la locura y el sinsentido que se expresan en sus argumentos. Y para eso no hay mejor antídoto que usar con rebeldía y recalcitrancia el poder de la palabra para generar conciencia y dotar de nuevos significados a aquellas mayorías que solo cuenta con sus miedos y el fabulario oficial.

 

Kapuscinski termina diciendo que la toma de conciencia se hace inminente cuando el agotamiento mutuo es tal que “el poder no soporta al pueblo que lo irrita, y el pueblo no aguanta al poder al que detesta. El poder ha perdido ya toda la confianza y tiene las manos vacías; el pueblo ha perdido los restos de su paciencia y aprieta los puños…

 

La descarga se acerca…”. Se refería a lo que ocurrió en Irán cuando se derrumbó el Sha, porque un viejo Imán nunca dejó de exigir que el tirano debía abandonar el poder. Lo dijo, lo repitió, lo exigió y lo logró. La voz de un líder religioso desterrado al final pudo apoderarse de eso que se llama la conciencia que encontró en sus palabras significados diferentes al miedo y a la resignación. Esa es la agenda.

 

Por Víctor Maldonado

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