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Escalofrío de terror

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Escalofrío de terror

La noche del martes transcurrió entre insultos y anacronismos. El lugar no fue otro que la Asamblea Nacional y los protagonistas de la tragedia fueron los representantes del pueblo. La gramática del agravio y la prevaricación se transformaron en la moneda de uso corriente y el país expectante vio desgranar acusaciones y referencias personalísimas como si ellas fueran parte de las soluciones a los graves problemas del país. Al final un sabor amargo fue el único saldo, eso y la reacción de muchos que vieron en el episodio una versión más de la descomposición social y política que poco a poco nos ha ido pasando factura.

 

 

De lo que estamos hablando son de las tensas relaciones entre la ética y la política. Y de cómo hemos ido permitiendo que eso vaya ocurriendo sin encontrarle una solución que no nos derrumbe definitivamente, sin poder hallarle razones a la indiferencia y al conformismo social que ha permitido que la barbarie se enseñoree entre nosotros, nos gobierne sobre la base de la mentira y nos imponga a todos la humillación de la vulgaridad apuntalada hacia lo público, impuesta con violencia como la primera y única relación entre nosotros, reduciéndonos al odio y al resentimiento y haciéndonos pensar que somos dos países y que tarde o temprano la confrontación será brutal. Estamos refiriéndonos a la responsabilidad personal sobre lo que está ocurriendo como colectividad y también al cómo se puede enfrentar en la práctica esta arremetida de las montoneras de la brutalidad.

 

 

El régimen persigue al menos tres cosas: la desmoralización social y su envilecimiento, la desinstitucionalización de la alternativa democrática, y el evitar que se hable de lo realmente importante, escamoteando de la manera más escalofriante que el debate se de sobre la realidad económica y social, que no se pregunte por lo sustancial: que el socialismo del siglo XXI no da para seis meses de este tipo de administración.

 

 

El esfuerzo de evitar referirse a la realidad que si nos importa apela al peor camino, a la igualación escatológica, a la negación de una alternativa moralmente superior, al presentarnos como que si todos fuéramos igualmente culpables, cómplices y partícipes de un fracaso que solo ellos han provocado, pero cuyas consecuencias nos atacan a todos. El chasco está en todas esas promesas defraudadas por la corrupción y la incapacidad, no en esas invocaciones moralinas sobre la probidad personal de unos y otros. El error está en lo que provoca inflación, escasez, apagones, crímenes, violencia, desempleo y pérdida de oportunidades. Lo infamante es la trampa y el ventajismo ejercido con descaro. Lo verdaderamente vergonzoso es el precio puesto y pagado a personas e instituciones. Lo terrible es saber que empresas y medios de comunicación no son independientes de la amenaza, de la compra servil, del miedo y de la persecución. Lo infame es la condición de los presos y que haya presos políticos a los que además se trata con crueldad homicida. Eso es lo que se debería discutir pero que silencia una mayoría autoritaria que ejerce el poder contra el país y de espaldas al bien común.

 

 

No hay nada peor que la estupidez, eso que Bolívar llamaba “la patria boba”, que concede, acepta y cede sus espacios de decencia y de realismo. Lo ocurrido en la Asamblea es simplemente intolerable. No se puede aceptar ni convalidar con el silencio. Hay que deliberar sobre esto que está ocurriendo. Y la primera trinchera es la familia, ese fuero interno que no puede renunciar a la pedagogía de la decencia y que debe encontrar la oportunidad para reflexionar si ese es el país que queremos. La segunda trinchera es el lugar de trabajo, donde debemos cuestionar si la política va a ser ese referente que usa el poder para dañar no solamente las condiciones materiales del país sino también su esencia espiritual. Estoy seguro que nadie está conforme con transformar el debate público en un intercambio fecal, no solo en la forma como se discute sino también en el fondo de lo que se discute. Pero hay que plantearlo con la persistencia de un apóstol, sin miedos y buscando imaginar cual es el monto de lo inaceptable y cuáles son las salidas a eso que nos parece inadmisible. La tercera trinchera es la opinión pública, las redes sociales, la participación ciudadana, las iglesias. Esa es la calle que muchos piden y que deben ser los resonadores de nuestra indignación. Que el régimen sepa que repudiamos esa forma de enchiquerarnos a todos mientras encubre su propia responsabilidad en la debacle de la realidad. Y la cuarta trinchera es la de la disciplina de la solidaridad.

 

 

Tenemos que salir de esta situación y eso solo puede ser posible si nos mantenemos unidos, si preservamos las razones para seguir juntos, si nos reconocemos parte de un mismo proyecto y si respetamos y convalidamos aquellas instituciones que hasta hoy han dado la batalla por nosotros. De nada sirve la amargura, la desesperanza y la deserción. Poco útil es la hipercrítica flagelante. Y no es porque seamos perfectos o seamos una legión de ángeles puros, sino porque somos mejores a los que nos dirigen, o en todo caso porque somos diferentes y merecemos la alternancia.

 

 

Es la calle la que debe acompañar el asco moral y la que debe rechazar el que el insulto sea privilegiado en los medios de comunicación. La calle no es una marcha. La calle es la opinión pública que no es indiferente a la conducta de sus líderes. La calle es la que exige congruenciua y no esa complicidad disfrazada de “prudencia” que por la vía de la permisividad daña la moral y permite creer que todo es válido ¿Cómo se puede entender que el insultador termine al día siguiente en los canales abundando en las razones de las ofensas? ¿Cómo se puede entender que los que asumieron el riesgo de denunciarlo hayan sido silenciados?

 

 

En ética y en política es tan importante lo que se discute como lo que se calla. Lo que se hace como lo que se deja de hacer. Lo que se permite y lo que se impide. Por eso lo ocurrido esta semana, el restregarnos en la cara la vileza de un debate a la vez brutal y también fútil no puede dejarse pasar como anécdota. Debe tener una respuesta social que nos deslinde de la complicidad y el conformismo, que nos permita narrarnos con un vigoroso “yo no fui” que nos salve ante la historia que van a relatar nuestros hijos. Lo ocurrido estremece por primitivo, pero también por haberlo permitido. Y eso es lo que no puede seguir ocurriendo.

 

Por Víctor Maldonado

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