El “Yo herido” de los violentos

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El “Yo herido” de los violentos

 

Nuestra violencia es cotidiana, brutal y cercana. Miles de muertes violentas se van sumando un día tras otro sin que el gobierno se de por aludido o quiera entrarle a las verdaderas razones que producen esta calamidad. Empero, no deja de impresionarnos esa racionalidad del que valiéndose de un arma, juegue a ser un demonio malo y terrible, capaz de decidir sobre la vida de sus víctimas, tomando decisiones irreversibles que, sin embargo, son adoptadas sin valorar las consecuencias que se desencadenan al apretar el gatillo. La violencia provoca muerte, dolor, orfandad, rabia y desesperanza entre los afectados y en la comunidad que tiene que vivir con la certeza de que el hombre es ese fuste irreversiblemente torcido e incapaz, por lo tanto, de estar a la altura de las convicciones de fraternidad, paz y prosperidad que paradójicamente nos deseamos unos a otros.

 

 

En la cima de la violencia está el terrorismo. Sus medios son repudiables y sus fines son absolutamente objetables porque intentan masificar esa pavor que de otra forma es administrado por goteo. Pero no están locos ni son producto del azar. Sus víctimas si lo son, así como cualquiera que tiene la mala suerte de estar en el sitio y en el momento equivocados. Pero la lógica del terrorismo es el resultado de una elección estratégica y por lo tanto racional. Una racionalidad –eso sí- totalmente abominable pero atrozmente eficaz al utilizar el miedo colectivo como parte de sus ganancias y al no sentir que deben tener límite alguno en el uso de la intimidación. Igual pueden planificar la explosión de un avión que acabar con todos los que estén participando de un concierto. Para ellos las cantidades importan porque intentan hacer el mayor daño posible. Y precisamente ese propósito los hace depender del plan y del cálculo. En el mundo del mal masivo no hay espacios para la improvisación y la indisciplina. Para llegar a realizar sus propósitos tienen que superar la improvisación febril, adoptar un método y asumirse como un grupo organizado. Detrás de un acto extremista, fanático y violento hay siempre una organización política radical que elige usar el  terrorismo porque sus cálculos le indican que es el mejor medio para lograr sus fines, siempre asociados a destruir al supuesto enemigo mediante la disminución progresiva de su habilidad para proteger a los ciudadanos y a sus propiedades. La ganancia del terrorismo es mostrar la debilidad del adversario. Conste por lo tanto que sus víctimas son medios y no fines. El objetivo es otro.

 

 

Cada organización tiene que reclutar el talento que necesita para lograr sus propósitos. En el caso de las organizaciones terroristas necesita contar con ese talante suicida y terminal que muestran sus ejecutores. Jerrold M. Post (1992) realizó un conjunto de investigaciones de las que concluyó que “la característica común sobresaliente de los terroristas es su normalidad”. De allí la perplejidad de los que hasta el momento de saber la verdad han sido vecinos y familiares de los que luego parecen ser monstruos infernales, porque su experiencia no permitía anticipar esos desenlaces, todo lo contrario, lo insólito para todos es haber convivido con ellos en condiciones “más o menos normales”. No deberíamos sorprendernos. Hanah Arendt ya nos había hecho el inventario: El mal es banal, imperceptible, producto de una serie de decisiones de vida que se toman alrededor de motivos y expectativas que parecen cumplirse por esa vía y no por otra. Eso no le otorga al mal mejor cara sino que lo hace más terrible en la misma medida que puede ser cualquiera de entre nosotros el que finalmente sea develado como aquel que es capaz de ser el portador de “la ira de los dioses”.

 

 

No hay mente terrorista uniforme, reporta Post, pero “aunque sean diversas las personalidades que se ven atraídas hacia el camino del terrorismo, hay un conjunto de datos que sugieren rasgos y tendencias de personalidad muy particulares, que se sienten desproporcionadamente atraídas hacia el terrorismo”. Son, por lo general, personas agresivas, orientadas hacia la acción, ávidas de estímulos y emociones. Casi que podríamos decir “personalidades extremas” que igual podrían ser los protagonistas de cualquiera de los programas que al respecto presenta Discovery Channel. Pero hay algo más. A esta propensión a la adrenalina en altas dosis, entre la población terrorista también se encuentran, con una frecuencia muy elevada, “mecanismos psicológicos de externalización y división que son propios de las personalidades narcisistas y con perturbaciones fluctuantes de la personalidad”. Dicho de otra manera, la personalidad terrorista tiene un acentuado locus de control externo, depende de otros, encuentra en otros la ratificación, la culpa y la responsabilidad, y se inmolan sin entrar en contradicciones porque los otros los han llevado a esa circunstancia trágica en la que se mata y muere sin remordimientos.

 

 

El mecanismo de “división” aludido por Post es el resultado de un daño psicológico ocurrido en los tiempos de la niñez y que ha provocado heridas narcisistas, precisamente ese “yo herido” aludido por Heinz Kohut (1983). De acuerdo con lo que ambos psicoanalistas “los individuos afectados por la distorsión adultomórfica del narciso nunca logran integrar las partes buenas y malas del yo. Idealizan exageradamente el aspecto positivo de su yo mientras que dividen y proyectan hacia otros el odio y la propia debilidad interna”.  En esa línea concluyen que en la personalidad terrorista –y en las del resto de las personalidades autoritarias- hay una pauta de fracasos educativos y vocacionales, y llegan a ser los protagonistas de hechos violentos como el punto terminal de una serie de intentos de adaptación abortados. El ser o sentirse perdedores y desadaptados consuetudinarios les hace construir una explicación errada de sus propios chascos.   Por eso mismo buscan fuera de sí mismos la fuente de sus dificultades. Necesitan un enemigo externo a quien culpar. Necesitan decir “no somos nosotros, sino ellos; ellos son la causa de nuestros problemas”. Solo así se sienten psicológicamente satisfechos. Por cierto que este es el discurso típico de la persona destructiva carismática, entre los que se cuentan Hitler con los judíos, Castro con el imperialismo y Chávez con el capitalismo. Todos ellos mantienen cierta uniformidad de estilo retórico que los hermana y alude.

 

 

Las religiones fundamentalistas otorgan un sistema de explicaciones que cuadran perfecto con este tipo de personalidades. Max Weber (1922) nos da las claves del terrorismo religioso. “Cuanto más sistemática y más orientada por la “ética de convicción” es la religiosidad de salvación, tanto más significa una tensión profunda respecto a las realidades del mundo”. El Estado Islámico es el último de una seguidilla de intentos que van en la misma dirección: lograr una sociedad islámica ideal, revertir los hechos históricos, reivindicar un momento que han idealizado hasta convertirlo en una utopía, -el califato- y segregar a todos aquellos que por ser diferentes no son merecedores de vivir al abrigo de sus convicciones. Y allí, en esa utopía encajan perfectamente los resentidos del mundo, a los que reclutan globalmente. Con todo y eso son una minoría poco convincente, y precisamente por esto son tan violentos. Hay que advertir que estos grupos apelan al terror por tres razones: porque son minoría en su propio mundo; porque no tienen como alcanzar de otra forma el poder, y porque sus creencias les imponen una imperiosa necesidad de hacerlo ahora y no más tarde. No pueden esperar a que maduren otros métodos diferentes a esa violencia masiva y brutal de la que hacen gala.

 

 

Vivimos un mundo peligroso. Se mezclan bien las convicciones radicales con las necesidades psicológicas de los fracasados. Una necesita de la otra y ambas se encuentran con un propósito apalancado racionalmente a través de organizaciones bien planeadas, que disponen de tecnología y son capaces de innovar. Son la principal amenaza del mundo contemporáneo y la principal fuente de frustración de todos aquellos que aspiran al fin de la historia. Occidente tiene que asumir el desafío con el complejo de que esos otros, tan diferentes y tan provocadores van a inducir necesariamente una revisión de sus enfoques globales, de sus compromisos con los derechos universales y con la compasión que a veces provoca una parte del mundo sometida a creencias primitivas pero potentemente destructivas. El derecho y el imperativo de vivir, y de vivir bien, son defraudados por esa cultura de la muerte en la que sus cultores se sienten felices al morir matando. Contra ellos no hay diplomacia que valga ni buenas razones que puedan plantearse.

 

 

A Occidente le frustra que su cantera de perdedores alimente esa maquinaria infernal. Y que a veces esos carismas negativos sean incluso capaces de dirigir países y encabezar la propia destrucción. Hitler lo hizo en el corazón de Europa y en su momento el resto se sintió perplejo e indefenso. La moraleja no puede ser más doméstica: Basta un resentido con suerte para enmarañar la historia de un país, un continente, una civilización.

 

 

Víctor Maldonado

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

@vjmc

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