El regreso de Uribe
octubre 9, 2016 11:06 am

Se sabe poco de los lazos de amistad que alguna vez pudieron existir entre Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos y mucho de la guerra política fratricida que mantienen desde que Santos decidió romper con Uribe al otro día de resultar electo presidente de Colombia, -el 7 de agosto 2010-, con la unción y siete millones de votos que le aportó el uribismo.

 

 

 

Fue la ruptura histórica más sorpresiva y de incalculables consecuencias para Colombia y la región, una en la que no pensó siquiera el analista más desmesurado del país emblema del realismo mágico latinoamericano, que quizá comenzó cuando Santos y Chávez se encontraron en Santa Marta el 10 de agosto del 2010, para resolver un agudo y escandaloso conflicto binacional que casi condujo al quiebre de las relaciones diplomáticas y se refrendó en Ciudad México, el 11 de noviembre, en una reunión de la SIP, cuando Santos declaró que Chávez se había convertido “en mi nuevo mejor amigo”.

 

 

 

“Mi nuevo mejor amigo” y la frase que en ningún sentido resultó un cumplido, no puede sino remitir a la pregunta de: ¿qué fue lo que realmente se discutió en la reunión de Santa Marta, qué ofrecimientos se hicieron de parte y parte y por qué Chávez, que era un duro en el tema de apretarle el pescuezo a los oligarcas neogranadinos, -y en particular a Santos y a Uribe-, salió tan satisfecho que restableció las relaciones diplomáticas al otro día y devolvió las agujas del reloj político a los tiempos de antes de la presidencia del renovador del liberalismo?

 

 

 

Había corrido mucha sangre desde los tiempos en que Chávez tensó la cuerda de las relaciones tan pronto Uribe asumió la presidencia de Colombia el 7 de agosto del 2002, y más desde que Uribe nombró a Santos ministro de la Defensa en julio del 2006, y sucesos como la “Operación Fénix” (6 de marzo del 2008) en la que murió Raúl Reyes en territorio ecuatoriano, y la “Operación Jaque Mate” ( 1 de julio del 2008) en la que les fueron arrebatados a las FARC decenas de secuestrados (entre otros, Ingrid Betancourt) -y, más todavía, las muertes del Negro Acacio, Martín Caballero, Alfonso Cano y el Mono Jojoy-, hicieron pensar que una guerra de grandes proporciones, una en la que podía involucrarse toda la región, estaba a punto de estallar y tendría como protagonistas a Chávez y las FARC de un lado, y a Uribe y Santos, del otro.

 

 

 

Desde el comienzo de su mandato en el 99, Chávez se había declarado parte del conflicto colombiano y partidario de unas FARC que empezaron a recibir su ayuda, a tener aliviaderos en territorio venezolano y ser consideradas aliadas en la primera línea del combate que buscaba expandir la revolución bolivariana y chavista por todo el continente.

 

 

 

De modo que, resultó muy natural que los triunfos y derrotas de las FARC, fueran triunfos y derrotas de Chávez, y que, llegados a la reunión de Santa Marta, cuando las FARC estaban literalmente exhaustas y al borde del colapso, se esperara cualquier cosa, menos una “declaración de amor” entre Chávez y Santos.

 

 

 

Y sin embargo, fue lo que ocurrió, sin embargo, los furiosos enemigos de ayer, se presentaron sonrientes antes las cámaras de hoy, se abrazaron, casi besaron y se juraron amistad eterna, como si nunca hubieran arremetido el uno contra el otro en los términos más desproporcionados y hecho jugarretas, como la que le lanzó Santos a Chávez en Villavicencio (31 de diciembre del 2007), a raíz de la falsa entrega por parte de las FARC del niño Emmanuel.

 

 

 

Y aquí si nos atrevemos conjeturar que el toque mágico, el ábrete sésamo de la amistad, la alianza entre los dos caudillos, pudo venir porque Santos le confesó a Chávez su intención de iniciar cuanto antes una negociación de paz con las FARC que, rescatara hasta donde fuera posible la integridad del grupo guerrillero, así como una participación del venezolano, de los cubanos Fidel y Raúl Castro, y de la izquierda latinoamericana, en un proceso que conduciría al restablecimiento de la paz en Colombia después de 50 años.

 

 

 

No era cualquier oferta, porque se trataba de transmutar a las FARC de derrotadas en triunfadoras; y al Estado, ejército, pueblo y democracia colombianos de triunfadores en derrotados, y así apostar, no a la desaparición progresiva de la guerrilla como una fuerza enemiga y contraria al interés nacional de Colombia, sino a su inserción como un grupo político en la sociedad civil que tendría ahora que tolerarlas en otra clima, escala y escenarios.

 

 

 

Pero lo más interesante, sin duda, para las FARC y sus aliados Chávez, los Castro y la izquierda latinoamericana, era que las negociaciones de paz portaban el virus de la muerte lenta, pero inevitable, de Uribe y el uribismo, pues era imposible que el expresidente aceptara que se pretendiera negociar una paz que anulaba sus esfuerzos para que las FARC fueran a una negociación y un “Acuerdo de Paz”, pero como un ejército insurgente derrotado.

 

 

 

Cabe aquí preguntarse, si Santos asumió de repente la posición de los enemigos de Colombia, o, si más bien, era, como se ha sugerido, una infiltrado de la izquierda en los gobiernos de la democracia para, una vez llegado al poder, traicionarla y pasarse con todo el bagaje a sus adversarios.

 

 

 

Y la respuesta es que, ni una cosa ni la otra, sino el caso, muy corriente en la historia, de segundos que creen merecen ser de primera, y le deben todo a caudillos superiores de los cuales se recuestan y trepan, y una vez ubicados en la sucesión, los traicionan para pensar que tienen luz propia y pueden llegar a ser ellos mismos.

 

 

 

El caso de Carlos Andrés Pérez en Venezuela podría citarse con las salvedades de personajes y situaciones muy diferentes, pues debiéndoselo todo a Rómulo Betancourt que era ferozmente anticomunista, se diferenció de su mentor una vez llegado al poder, llamando a participar en su gobierno a excomunistas que seguían siéndolo o se diferenciaban muy poco de los originales.

 

 

 

Por lo demás, Santos era todo un señor liberal con un origen afincado en los primeros años de la República (tiene entre sus ascendentes a Ricauter, el héroe de San Mateo), exhibe una formación académica irreprochable, fue ministro de tres gobiernos liberales y cuando se incorporó en los 2000 al partido de renovación liberal de Uribe (“partido de la U”), podía aspirar por méritos propios a suceder a Uribe.

 

 

 

El problema con Santos es que llegó lejos, demasiado lejos, en su afán de “encontrarse a sí mismo” y diferenciarse de Uribe, pues, no es solo que se transformó en un agente eficiente de los intereses de las FARC, de Chávez, los Castro y sus aliados en el continente, sino en el brazo para destruir al líder que los había combatido con más ardor, tesón y eficiencia en los últimos 10 años.

 

 

 

Por eso para Santos, las negociaciones para el “Acuerdo de Paz”, y la destrucción de Uribe y el uribismo, resultaban una y la misma cosa, ya que, mientras más impunidad y vigencia le cedía el “Acuerdo…” a las FARC, más contribuía, pensaba, a la liquidación de Uribe y el uribismo como fuerza política.

 

 

 

La política colombiana, entonces, pasó a ser el desafío entre estos dos caudillos que, de aliados y firmes partidarios de derrotar la guerrilla, pasaron a acusarse, el uno, de que Santos traicionaba y violaba la Constitución, el otro, de que Uribe era un enemigo de la paz.

 

 

 

Pero Uribe no retrocedió a pesar de que era el poderoso estado colombiano el que lo atacaba, aceptó el reto que le venía de la otra orilla, y se convirtió, no solo en el enemigo por definición de las políticas globales del santismo, sino, esencialmente, de las concesiones que se hacían a las FARC en unos acuerdos que, no solo las dejaban vivas, sino mandando.

 

 

 

Fundó un partido, el “Centro Democrático”, que representó a la otra Colombia y desde las ciudades más populosas, hasta los pueblos más recónditos, prendió una luz que no se apagaría sino incendiaría a todo el país.

 

 

 

Y aquí coincidió Uribe con las mayorías del pueblo colombiano que, en la medida que fue conociendo los 232 artículos del “Acuerdo de Paz” fue convenciéndose que una conspiración para que las FARC sobreviviera en impunidad y mandando, se había fraguado y era insoslayable ponerle fin y al costo que fuera.

 

 

 

La oportunidad llegó el domingo pasado, cuando, un plebiscito pidió al pueblo se pronunciara sobre si se debía aprobar o rechazar “El Acuerdo de Paz” que ya había sido firmado por Santos y Timochenko, y el voto fue favorable al “NO”, al rechazo, para que se reiniciaran las negociaciones con las FARC, pero en ningún sentido para que se les concediera ventajas que ignoraban que, eran un ejército derrotado y debían acogerse a la justicia de los vencedores que sería magnánima, pero sin olvidar que tenían que exigírseles cuentas de los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante los últimos 50 años.

 

 

 

Eso en cuanto al “Acuerdo de Paz” y el plebiscito del domingo, porque en lo que se refiere a la confrontación Uribe-Santos, puede apostarse que el antioqueño regresó para capitanear la política por todo lo que resta de la primera mitad del siglo XXI y Santos para iniciar un retiro vergonzoso que, es el que aguarda a todos aquellos que no se conforman con ser segundones y se queman en el esfuerzo de estar entre los primeros.

 

 

 Manuel Malaver