El nuevo rostro del fascismo
marzo 24, 2017 4:19 am

 

La década de los años setenta, plagada de dictaduras en el Cono Sur y en Centroamérica, es, probablemente, la más oscura en la historia de América Latina. Mientras algunos de nuestros países sufrieron una sucesión de golpes de Estado, en otros, como Argentina, Brasil, Chile o Uruguay, bastó un pronunciamiento militar para instaurar una tiranía de larga duración en la que, a veces, los golpistas se turnaban en el ejercicio del poder. En el caso de Paraguay, la dictadura de Alfredo Stroessner ya tenía un rancio abolengo. En el más puro estilo del fascismo, esas tiranías controlaron los medios de comunicación social, contaron con el servilismo y la complacencia de los jueces, prohibieron los sindicatos y los partidos políticos, torturaron, encarcelaron a los opositores políticos, y saquearon a sus pueblos. En todos esos casos, la amenaza a la institucionalidad democrática siempre vino desde los cuarteles militares, con el beneplácito de los sectores de derecha más recalcitrantes.

 

 

 

En septiembre de 2001, las democracias del continente decidieron adoptar normas que, en caso de ruptura del orden institucional, permitieran tomar medidas colectivas para hacer frente a tales situaciones, a fin de crear las condiciones para el restablecimiento de la institucionalidad democrática. Ahora, en vísperas de que la OEA comience a discutir un segundo informe de su secretario general, Luis Almagro, pidiendo la aplicación de la Carta Democrática Interamericana respecto de la crisis venezolana, todavía hay quienes se preguntan sobre el valor de la democracia y sobre la naturaleza del régimen que encabeza Nicolás Maduro.

 

 

 

No voy a discutir que Maduro llegó al poder por el camino electoral; sin duda, con todos los abusos del poder que uno pueda imaginar, pero con unos pocos votos más que su rival. Sin embargo, la Carta Democrática Interamericana no es, simplemente, el parapeto de los gobiernos elegidos democráticamente. Ella contempla mecanismos de acción colectiva en caso de que se produzca una interrupción brusca o irregular en el “legítimo ejercicio del poder por un gobierno democráticamente electo”; este es, precisamente, el caso venezolano. Desde la llegada al poder de Hugo Chávez, haciendo uso arbitrario e ilegítimo del poder, paulatinamente se comenzó a recortar libertades públicas y a erosionar las bases del Estado de Derecho. Sin recurrir al clásico golpe de Estado, en Venezuela, el asalto a la democracia se produjo desde la cúpula del poder.

 

 

 

No puede haber “legítimo ejercicio del poder” en un país con más de un centenar de presos políticos, con un Poder Judicial que se ha convertido en el verdugo del régimen, en donde no hay libertad de expresión, en donde se persigue a los ciudadanos por sus ideas políticas, y en donde se desconocen las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional. Ese es el nuevo rostro del fascismo; no es más amable que el tradicional, pero sí es más cínico e hipócrita.

 

 

 

A proposición de Venezuela, la Carta Democrática Interamericana incorporó una frase según la cual la democracia representativa se refuerza y profundiza “con la participación permanente” de la ciudadanía; pero no puede haber democracia, participativa o de otro tipo, en un país en el que se han suspendido todas las elecciones, “hasta nuevo aviso”.

 

 

 

Ni la aplicación de la Carta Democrática Interamericana, ni la cláusula democrática de Unasur, ni otros compromisos democráticos en la región nos sacarán de la crisis política, económica y moral por la que atraviesa Venezuela; pero es necesario que se abra un amplio debate sobre lo que está ocurriendo en lo que alguna vez fue una tierra de gracia. Eso contribuirá a desenmascarar a un régimen corrupto y liberticida, despejando el camino para retomar la senda que nunca debimos abandonar.

 

Héctor Faúndez