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EL legado de Caldera

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EL legado de Caldera

 

Rindo cálido homenaje al fallecido presidente Rafael Caldera y celebro su memoria con motivo del centenario de su nacimiento.

 

 

Venezuela, objeto de su devoción como artesano de la paz mediante la práctica del diálogo y la afirmación del Estado de Derecho durante la segunda mitad de la centuria pasada, vive otra hora agonal. Y Caldera, hombre de brega diaria, que hasta nos pide en su momento como Churchill, sangre, sudor y lágrimas, en la hermosa tarea de renovar la esperanza del país lucha junto a Rómulo Betancourt por extirpar dentro de nuestra cultura la apuesta por el gendarme necesario; y al cultivar como preferencia temática el Derecho social y de los trabajadores, sabe bien que nada bueno surge bajo el Mito de El Dorado y sin esfuerzo.

 

 

Alceu Amoroso Lima (Tristán de Ataide), con admirable sentido profético, en 1970, al introducir uno de los muchos libros que forman su legado intelectual: Ideario de la Democracia Cristiana en América Latina, afirma que “es innegable que tan sólo el siglo XXI, al hacer el balance del siglo XX, podrá valorar con exactitud y sin incurrir en juicios temerarios, la figura, la vida y la obra de un estadista de la talla de Rafael Caldera”.

 

 

Precisa que en él medra un desafío existencial al escepticismo. Rechaza, a un tiempo y a la vez, “el idealismo, el mimetismo y el oportunismo”, prefiriendo que la “reciedumbre doctrinaria” y su lealtad insobornable a la sistemática del catolicismo social avancen como un río que debe salir de su cauce para regar las realidades, evitando transformarse en un pozo de agua.

 

 

Entre el ideario y la realidad, en un doble movimiento de sístole y diástole como el corazón lo demanda para funcionar, Caldera se propone, en efecto, una utopía que al término no es tal o que acaso la es, como lo creo, al vacunarnos contra lo coyuntural o contra los tácticos de la política, que son tales por carecer de narrativa, de cosmovisión. Y eso lo prueba la utopía democrática del siglo XX ya concluido y antes de que mude el tiempo que corre para nosotros, los venezolanos, en un retorno al siglo XIX a partir de 1999 como en el Mito de Sísifo.

 

 

Papa Francisco en pleno siglo XXI, en su Exhortación Apostólica Evangelium Gaudium señala que entre el ideal y la realidad ha de instaurarse un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad; y es eso, justamente, lo que define el accionar de Caldera como intelectual, académico, universitario, y como hombre de Estado que se forja en la trinchera de la lucha política cotidiana, cercano a los problemas de la gente y de los trabajadores.

 

 

¿Cómo ataja Caldera a la realidad y la balancea de modo práctico con los ideales fundantes que trascienden?

 

 

Señala, conciliando el deber ser con el ser y mirándose en la idea matriz de la Justicia, que se refiere a todo aquello que fortalece a la personalidad humana. A cuyo efecto “es necesario no olvidar que los más legítimos conceptos de la democracia han rehusado siempre encarnarse en el mero esquema de la forma, insistiendo más bien en la riqueza vital del contenido”. Y de allí su apuesta por la Justicia Social, que “obliga no solo a lo que cada hombre se ha comprometido a entregar a otro, sino a lo que todos estamos obligados, en la medida de nuestras fuerzas, para lograr el Bien Común”.

 

 

Dice Caldera, en tal orden, que “es necesario admitir que las formas vacías pueden servir y han servido frecuentemente para que las llene el egoísmo y la ambición de unos pocos, capaces de utilizar los instrumentos y de imponer por medios de coerción sus intereses y su voluntad. Sería difícil estimar – añade – quién ha causado un mayor daño al prestigio de la democracia y a su poder de atracción sobre los pueblos: si los autócratas que al atropellarla de frente, provocan por contraposición la nostalgia por ella, o los traficantes de la democracia cuando se valen del engaño y del soborno sistemáticos para arrancar una falsificación de asentimiento colectivo a fines que no corresponden al bien común ni a la voluntad general”.

 

 

Así las cosas, debo hacer propia, como colofón de esta narrativa, la que hace Rafael Caldera y pide considerar Tristán de Ataide por las generaciones actuales y futuras: “La democracia, aparte de su contenido sustancial (que rechaza “el desconocimiento monstruoso de los derechos más elementales de cada ser humano”), se reviste de formas… Pero es indudable que las formas logradas hasta ahora distan de ser perfectas y que convertirlas en fetiches sería desconocer la dinámica que mueve la historia. Si los tiempos cambian, las formas tienen que adaptarse a los tiempos…”

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Es esa, a fin de cuentas, la enseñanza crucial del presidente cuya memoria honramos e intenta darle sentido práctico al espíritu de libertad que prende el 23 de enero de 1958.

 

 

Asdrúbal Aguiar

 

correoaustral@gmail.com

 

 

 

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