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El fin del comienzo

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El fin del comienzo

 

 

Jueves 23 de mayo de 1940. Churchill sabía que las bajas iban a ser inmensas. Los franceses no habían dado la talla y casi 250 mil soldados británicos estaban atrapados y cercados por los alemanes. Dunquerque olía a desastre. La única opción parecía ser retirar las tropas. De ello dependía que Inglaterra pudiera rehacerse y resistir o simplemente tuviera que claudicar ante la maquinaria de guerra alemana. “Esta operación –escribió el rey en su diario implicaría la pérdida de todas nuestras armas, tanques, munición y depósitos en Francia”. Ya el tema no eran las pérdidas materiales sino si se podía salvar lo más granado del ejército ingles con el menor número posible de víctimas, pero asumiendo que las bajas serían probablemente inmensas. Churchill temía lo peor. El infortunio de Dunkerque podría generar de  un súbito y radical giro de opinión pública que lo podía desalojar del poder tan rápido como antes esas mismas circunstancias lo habían colocado. Las derrotas siempre son huérfanas. Sentía en la cara los efectos de una ventolera caótica.

 

 

La aureola histórica vendría después. Winston Churchill había sido elegido por la inminencia de una guerra que ningún otro como él había previsto. Fue una designación obligada por las circunstancias pero que parecía ser para un plazo muy breve. No parecía el líder que luego fue sino un intermedio mientras las fuerzas políticas se recomponían. No lo querían los conservadores. Tampoco lo quería el rey.  Todos decían que era “muy preparado pero perfecto granuja”. John Lukacs recogió de sus contemporáneos un sentimiento casi unánime de “desconfianza debido a su temperamento inestable, sus juicios erróneos, sus excesos retóricos y su incontinencia alcohólica”. Tenía fama de indecente y díscolo, “un desvergonzado, aventurero, ramplón y desclasado, un parásito incorregible que siempre elegía a sus amigos entre la peor ralea”. Todo eso era cierto, pero también que había sido elegido –tal vez por descarte- para enfrentar la peor crisis de la civilización occidental. El 10 de mayo había sido convocado al Palacio de Buckingham y de allí salió convertido en Primer Ministro. “Confío en que no sea demasiado tarde –confesó a su guardaespaldas- Temo mucho que ya lo es”.

 

 

Esa noche no había razones para ser optimista. En el libro “Cinco días en Londres, mayo de 1940. Churchill solo frente a Hitler” John Lukacs señala que el recién designado Primer Ministro se enfrentaba a un líder portentoso y con un inmenso respaldo popular. Hitler era en ese momento  el comandante de una fuerza poderosa que tenía como cantera “la energía, la disciplina, la confianza, la obediencia y vitalidad del pueblo alemán”. El viejo Lord lo hacía desde la inmensa soledad y descrédito del guerrero que había llegado a la más alta posición cuando no era posible pensar en otra alternativa que la devastadora guerra.

 

 

Nada parecía serle propicio. Sus primeros quince días de gobierno fueron una secuencia de demoledoras calamidades para Churchill y Gran Bretaña en la misma magnitud que fueron triunfos para Hitler y Alemania. Los alemanes estaban en el Canal de la Mancha y todo lo que podía aspirarse era un rápido y caótico repliegue. La epopeya de Churchill comenzaba entre pérdidas, humillaciones y derrotas. Una retirada tras otra.

 

 

El derrotismo, la angustia y el horror de la situación fueron extendiéndose como una mezcla de sentimientos que abarcaba a buena parte del pueblo inglés. Refiere Lukacs en su libro que el General Edmund Ironside, jefe del estado mayor imperial, le dijo a Anthony Eden el 19 de mayo que “este era el final del imperio británico”. Y lo dijo sin énfasis emocional, simplemente porque desde el punto de vista militar no creía que el imperio pudiera resistir más allá de dos semanas. Las noticias que venían de Holanda ratificaban que frente a la embestida nazi el valor no iba a ser suficiente. Por primera vez no iban a salvarse con el simple arrojo y la improvisación que el ardor trae consigo. Por primera vez había que pensar qué podían hacer con Francia claudicando y la URSS pactando secretamente con el enemigo. El imperio parecía disolverse con la tragedia de 35 divisiones sitiadas fatalmente entre Boulogne, Calais y Dunkerque. La única solución era salvar al máximo número y los alemanes no se las iban a poner fácil. Una retirada tras otra era la respuesta al avance implacable del enemigo.

 

 

El 28 de mayo Churchill comparece ante el Parlamento que “debe prepararse para recibir duras y terribles noticias. Solo puedo añadir –dijo el recién estrenado líder- que nada de cuanto pueda ocurrir en esta batalla nos exonera de seguir defendiendo la causa a la que nos hemos comprometido. Ni podrá destruir la confianza en nuestra fuerza para labrarnos el camino, a través de catástrofes y dolor, hasta la derrota final de nuestros enemigos”. El ambiente no podía ser peor. La catástrofe estaba a la vuelta de la esquina. Churchill convoca en sus oficinas de la Cámara de los Comunes a una reunión con los miembros del gabinete que no estaban integrados al gabinete de guerra. Se trataba de palpar el estado de la opinión de los que no tenían responsabilidades directas en la conflagración pero que tenían la fuerza para derrocarlo. Por eso mismo se dedicó a explicar la verdadera situación y el curso de los acontecimientos. Y al final dejó caer “como si no fuese una cuestión de especial relevancia: Por su puesto, pase lo que pase en Dunkerque, seguiremos luchando”. Y allí, en ese momento, bajo las peores condiciones políticas imaginables, ocurrió un giro de la situación. Todos aplaudieron exultantes. Todos transformaron el desánimo en un nuevo e irrevocable compromiso: no rendirse.

 

 

John Lukacs abunda en la escena porque le da mucha importancia. La decisión de luchar hasta el final no estaba refrendada de antemano. Se fue elaborando con el paso de los días. Fue articulándose a la luz de las circunstancias y en razón de la velocidad con la que iban ocurriendo los acontecimientos. “Un giro puede suceder en la mente de una persona; puede significar un cambio de orientación; sus secuelas son múltiples e impredecibles, secuelas que en la mayor parte de los casos solo retrospectivamente adquieren relieve”. Y eso fue lo que ocurrió cuando Churchill comprometió a su gobierno y su país en una lucha sin descanso, pasase lo que pasase, descartando cualquier tipo de negociación con Hitler. Y lo hizo cuando estaba más solo que nunca, sin el respaldo suficiente, sin la confianza del pueblo, en medio del más pavoroso derrotismo, y cuando los alemanes asomaban sus cañones en el Canal de la Mancha.

 

 

Hay momentos políticos que son perturbadores. Los días de mayo de 1940 definieron la suerte de Europa y de la civilización occidental, democrática y liberal. El peligro era que las tendencias hacia la  displicencia y la negociación continuaban vigentes. En ese momento muchos pensaban que podían haberse conformado con negociar la paz a cambio del desarme de la flota inglesa, pero otros sabían que esa decisión hubiese significado la conversión de Gran Bretaña en un país esclavo, con un gobierno marioneta. Podían haberse alineado dentro de las trampas de la paz y coqueteado con el nuevo hombre fuerte de Europa. Pero no cayeron en la tentación del confort inmediato sino que apostaron a los resultados del largo plazo. Y no porque no desearan que ocurriera cuanto antes una conclusión mágica de las terribles circunstancias que estaban viviendo.

 

 

Los giros del destino ocurren cuando se alinean perfectamente dos condiciones: cuando la opinión pública expresa el sentimiento popular. Y cuando comprendemos la realidad más de lo que conocemos. En otras palabras, cuando los líderes rompen el cerco de una opinión pública que no necesariamente representa el sentimiento del país y cuando no quedan entrampados en las interpretaciones complacientes de la realidad. En su caso el dilema era tajante: la paz que les iba a confiscar de inmediato libertades y dignidad, o la guerra que iba a tener el costo de mucha sangre, sudor y lágrimas. En nuestro caso el dilema es el intento de una convivencia atroz en la que a la larga vamos a perder, o mantener firmes las convicciones de que el pueblo quiere cambio, exige mejoras sustanciales y está harto de la ética, la estética y los resultados de esta forma de gobernar. Pero recordemos lo que plantea Lukacs: nunca se aprecias con las ganancias realidad sino retrospectivamente porque en tiempo presente hay que sortear los obstáculos de los captadores de renta, de los políticos extorsionados que solo viven en las riveras del chantaje, de los que predican un diálogo imposible y de los que prefieren convivir indignamente que seguir luchando. Lo otro que no debemos olvidad es el tiempo, implacable, corrosivo, tenaz. La economía no aguanta más, aun cuando los vigías de la realidad griten al filo de la medianoche que “todo transcurre aparentemente en calma aun cuando se presienta una turbulenta angustia exterior”.

 

Por: Víctor Maldonado C.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

@vjmc

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