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El exilio de Antonio Ledezma

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El exilio de Antonio Ledezma

Al municipio de Villa del Rosario, Norte de Santander, llegó el exalcalde de Caracas Antonio Ledezma, el pasado jueves, tras una cinematográfica huida de su residencia en esta ciudad, donde se encontraba bajo detención domiciliaria. Lo hizo a sabiendas de que Colombia era territorio en el que cesaba la persecución política de la que era objeto en su país. Es el momento de recordar que el acoger –así sea por unas horas, como fue el caso de Ledezma, quien esa misma noche partió con rumbo a Madrid (España)– a quienes en otros países son procesados por culpa de su filiación política ha sido desde siempre un rasgo del Estado colombiano.

 

 

 

En este caso, el dirigente fue acusado por el régimen de Nicolás Maduro de conspiración y asociación para delinquir, en un proceso en el que las garantías han brillado por su ausencia y los atropellos han sobrado, como ya es la norma, con todas las causas que en el último tiempo el sistema judicial venezolano ha iniciado contra líderes de la oposición.

 

 

 

Es, desde luego, una buena noticia saber que Ledezma, cuya serenidad y ecuanimidad es reconocida por propios y extraños, ha recuperado su libertad y que podrá ahora usarla para relatar en primera persona las arbitrariedades y los abusos de todo tipo que hoy son el ADN de la revolución bolivariana. La comunidad internacional deberá tomar atenta nota de todas sus denuncias.

 

 

 

Pero esta historia con final feliz tiene una contracara: el enorme vacío que deja este líder en una oposición venezolana que atraviesa por un momento muy difícil, marcado por fuertes tensiones entre las distintas corrientes que la componen. A desafíos colosales como el de derrotar a un régimen que restringe la provisión de alimentos a quienes lo respaldan en las urnas se suma ahora el de encontrar a alguien con el perfil y las virtudes de Antonio Ledezma. Que este suceso sea un factor cohesionador de los que luchan por la vigencia de los valores democráticos es el anhelo de todos los que esperamos que esta pesadilla algún día termine para el bravo pueblo.

 

 

 

editorial@eltiempo.com

 

 

 

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