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El espejo roto

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El espejo roto

Luis XVI pasó por la crisis que lo llevó a perder la cabeza sin entender el drama que estaba viviendo. E. J. Hobsbawm en su obra “La Era de la Revolución” llegó a la conclusión de que era imposible otro desenlace para la monarquía absoluta francesa “aun cuando hubiera sido un hombre menos indolente y necio, casado con una mujer menos frívola e irresponsable, y menos dispuesto siempre a escuchar a los más torpes consejeros”. Pero en este caso como muchos otros se cumple cabalmente la sentencia de Heráclito: El carácter del hombre es su destino.

 

Lo cierto es que por las grietas del antiguo régimen se colaron fuerzas revolucionarias. Como siempre, eso fue posible porque el modelo económico del régimen era simplemente inviable. Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento sin que el soberano estuviera en la disposición y la capacidad para hacer frente a una reforma administrativa y fiscal del reino. Los cargos públicos se repartían como gracias reales entre quienes no necesariamente tenían la capacidad para ejercerlo, mientras del lado de la clase media crecía la insatisfacción y se demandaba más eficiencia. Para colmo el rey tomó la decisión de ser parte activa de la guerra de independencia americana cuya victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de la bancarrota de Francia. Se hizo crisis cuando los gastos superaron a los ingresos en un 20% haciendo imposible una economía eficaz para resolver los problemas del país. Lo cierto es que el presupuesto de la corte, que aunque no era importantes cuantitativamente, despertaba el malestar de los súbditos al ser espectadores del derroche sin que tuviera como contraparte esa efectividad que permitiera abatir la inflación y la escasez. Y a este escándalo visual se sumaban como lastre político los gastos de la guerra y el incremento sustancial de la deuda.

 

400 mil nobles (el 0,017% de la población total) monopolizaban todos los privilegios reales, mientras 23 millones de franceses pasaban apuros económicos, situación que se hizo odiosa e inadmisible en la misma medida que la exclusión se dejó acompañar del deterioro de la economía. Ya sabemos que clases medias educadas se aliaron con campesinos y trabajadores pobres para derrumbar el antiguo régimen e intentar un barajo que concluyó fatalmente con Napoleón Bonaparte y la paradójica restauración de Luis XVIII.

 

En la década de los 70´s del siglo XX ya era notoria la contradicción que se planteaba entre una URSS que hacía gala de su poder militar y político pero que era irrelevante desde el punto de vista comercial. La segunda potencia industrial del mundo era incapaz de producir los alimentos, bienes y servicios que su población demandaba. Comenzaba así la disonancia entre cincuenta años de promesas de redención y una realidad llena de represión, escasez y malos servicios públicos. Estaban entrampados. No era el caso patético de Luis XVI. Tal vez era peor. Ellos sabían lo que debían hacer pero fueron incapaces de tomar la decisión a la luz de las consecuencias que con esas medidas iban a desencadenarse. Sabían que necesitaban urgentemente una política de liberalización y apertura de la economía, pero también conocían que el efecto inmediato iba a ser una espiral creciente de exigencias para democratizar la sociedad. El remedio de la URSS era la abolición del comunismo, con sus afanes planificadores, su centralismo obsceno, su régimen de partido único y la manutención del aparato militar-policial en el que fundaban su poderío. Ellos estaban condenados al colapso. Y así fue.

 

Pero ¿cuál fue la primera reacción de los titulares del poder? Romper el espejo que reflejaba su propia incapacidad. Evitar por cualquier vía la conexión con la realidad e intentar esos triples saltos mortales que terminaron rompiéndoles el espinazo.

 

Romper el espejo, reprimir la realidad y perseguir a los que contrarían la versión oficial, no cambian en nada lo substancial de la crisis que en algún momento va a exigir un desenlace. Gorbachov creyó que reconociendo el problema y patrocinando una apertura hacia una mayor libertad de expresión era suficiente para paliar el problema. Luego intentó darle al sistema una mayor productividad, pero nunca pensó en cambiar la esencia y causa de todos esos problemas que residía en los principios del socialismo. No había forma de tener éxito. Y no lo tuvo.

 

Abundan los ejemplos en los que la economía apuntala o derrumba la solidez de un régimen. No hay convicción ideológica que no se vea corroída por la inflación, la escasez, la debacle de los servicios públicos y la exhibición grosera de privilegios excluyentes. Tampoco es posible mantener por mucho tiempo un estado de cosas cuyos resultados tengan causas tan claras sin que haya una masiva exigencia de cambios y renovación. Y como bien lo supieron Luis XVI y Gorvachov esas exigencias de cambio no se pueden atender desde la cosmética. La solución al Antiguo Régimen no era más despotismo ilustrado y la superación de los traumas del socialismo real no se resolvía por la vía de profundizar el modelo sino en intentar su sustitución radical. Y como dice el Evangelio, “el que tenga oídos que oiga…”.

 

Por Víctor Maldonado

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