El encierro
septiembre 1, 2015 8:29 am

Resulta un verdadero fastidio y un reto a la imaginación encontrar enfoques originales a la hora de describir el viacrucis de los venezolanos, hecho ya rutina, que sufrimos a la hora de encontrar cualquier alimento, cualquier medicamento o cualquier cosa que no se esté produciendo en Venezuela, es decir, (con excepción del petróleo y la Harina Pan) absolutamente nada. Y sin embargo hay filones que aún escapan a la acuciosidad de los «bachaquerólogos», especialistas en escaseces, desabastecimientos y demás calamidades que ya trasciende nuestras fronteras para convertirse, además de las consabidas crisis económica, política y social, en un conflicto diplomático y ahí colocamos el punto y aparte para no especular con lo indecible, lo impensable y lo trágico si no fuera por lo cómico.

 

 

Uno de esos filones, por ejemplo, asomado por algunos analistas, consiste en indicarnos que el bachaquerismo ha asumido la forma de lo que podríamos denominar «un sistema democrático de la distribución informal». Es decir, un esquema según el cual el bachaquero mayor, quien recibe los dólares baratos para importar bienes esenciales, los revende (con incrementos sustanciales) a medianos y pequeños bachaqueros y éstos, a través de una red cada vez más tupida y compleja, lo distribuyen, con el consabido sobreprecio, bien sea a minibachaqueros con clientela fija, bien sea al consumidor. Eso, claro está, sin contar con el tonelaje que sale del país hacia Colombia, que, al contrario del refrán, sí es harina de mismo costal, aunque con galones.

 

 

Así las cosas, la señora que presta el servicio doméstico, el mesonero de una fuente de soda, el obrero desempleado de una fábrica cerrada de tornillos o el taxista de la frontera (que hasta el levantamiento del muro binacional, se ganaba en un viaje a Cúcuta lo que antes le costaba seis meses de ardua faena), entran a formar parte de una nueva clase social, cebada y bien ubicada que desearía que las cosas sigan así. El problema, sin embargo, es que, siendo muchos, sus intereses chocan con los de un amplísimo segmento social (incluida la clase media tradicional) que no dispone de los recursos necesarios para pagar el sobreprecio de lo poco que se consigue y ahí se tranca el serrucho.

 

 

Esa escasez con carestía se extiende y profundiza la desigualdad entre el grueso de la población, ahora sí convertida en masa mayoritaria y heterogénea por policlasista, igualada por abajo, que rechaza los privilegios de la minoría porque la afectan directamente. Un fenómeno, además, contradictorio con el objetivo original de cualquier propuesta revolucionaria que se está manifestando, cada vez con mayor nitidez, ya no solo en las mediciones de opinión sino en un estado de ánimo colectivo y desde el otro lado de la acera en decisiones desmedidas como el cierre de la frontera.

 

 

Así, más allá del manido discurso de buscar un tercero para echarle la culpa de lo que ocurre, uno comienza a entender las razones por las cuales se somete a diversas formas de aislamiento a un país que avanza contra la corriente de una comunidad internacional cuya forma de gobierno, a pesar de eventuales diferencias doctrinarias, se asienta sobre la base del libre mercado y las normas democráticas. Así, por ejemplo, ante un modelo económico anómalo, que genera distorsiones como el diferencial cambiario entre el peso y el bolívar, y cuya solución no puede ser otra sino sincerar la economía, borrar los controles y liberar la actividad productiva, lo que se decide es el imposible de erigir un muro entre los dos países para evitar el fenómeno imparable del contrabando de extracción. Si en el pasado los venezolanos, aprovechando la fortaleza del bolívar, «desvalijábamos» los comercios colombianos fronterizos y nos traíamos a Colombia toda metida en el portamaletas, se suele decir que ahora ocurre todo lo contrario.

 

 

Una verdad a medias porque si en verdad cargábamos con todo lo que tuviera un precio, desde las papas pastusas, hasta la ropa íntima femenina, todos esos productos tenían el sello de «made in Colombia». Ellos producían y nosotros comprábamos. Ahora, ciertamente pasa lo contrario, pero con una diferencia: los colombianos arrasan con todo lo que proviene de Venezuela y no tienen que viajar porque las gandolas llevan la mercancía hasta los comercios del otro lado de la frontera. Solo que nada de la carga, con excepción de la gasolina, es producido en Venezuela, sino importado a dólares preferenciales. De allí que ocurran aberraciones como la de venezolanos que van a Cúcuta a comprar la Harina Pan que no consiguen en San Cristóbal. ¿Que el cierre de la frontera va a acabar con ese desangramiento permanente? Lo dudo. A menos que encierren al país por los cuatro costados.

 

 

RobertoGiusti

@rgiustia