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El destino de la Asamblea Nacional

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El destino de la Asamblea Nacional

 

He defendido el valor político –incluido el simbólico– de la AN: ha sido un tábano inclemente en las posaderas del régimen y no es concha de ajo el entrenamiento de algunos dirigentes en las artes de la oratoria y la negociación parlamentaria. Dentro y fuera del país ha sido la consagración, más allá de toda duda, de la mayoría opositora. La AN se ha hecho eco del estado de miseria popular en la etapa más melancólica y cruel del chavismo: el “madurismo”. Sin embargo, está en un momento crítico. Podría convertirse en ornamento inútil de una sociedad exhausta; en espejismo que se diluye entre las urgencias cotidianas, en la titilación que va de la esperanza al desengaño.

 

 

 

Aquí se llega por varias razones. La primera es que la oferta electoral, tan entusiasta como fue y tan abrazada por millones, no fue cumplida. ¿Era incumplible? Tal vez no podía la AN con su sola fuerza moral y política remplazar a Maduro. Las vías consideradas –referéndum, enmienda, doble nacionalidad y más recientemente destitución por abandono del cargo– pueden ser válidas (simpaticé con todas aunque habría preferido un vasto movimiento por la renuncia), pero si no hay una fuerza institucional suficiente que las apoye, no hay cómo hacerlas cumplir. Esas fuerzas solo son: una fracción decisiva del PSUV, la Fuerza Armada o una movilización de calle imparable (que para mí se parece más a una huelga general bien organizada que a un enfrentamiento a pecho descubierto con los represores). No hay más.

 

 

 

Para lograr una fuerza de la magnitud requerida hay una condición irremplazable: una dirección democrática común, con un objetivo y una estrategia compartida. Y no existe. El que conozca los intríngulis de la situación sabe que las diferencias no son –como fueron– entre “moderados” y “radicales”, sino que son más variadas y enfrentan, con alguna excepción, a todos contra todos. Si se leen las alusiones, los circunloquios, eufemismos e indirectas, se llega al estado más íntimo de la dirección opositora, lo que exige en forma perentoria un diálogo informado, con buenos mediadores (¿encabezados por el padre Ugalde?), fundamentado en un análisis introspectivo de la propia oposición. Si esta no dialoga a fondo consigo misma, carece de fuerza para hacerlo con otros. Sin olvidar que las aspiraciones presidenciales en este momento son una colosal idiotez.

 

 

 

Es posible que de tal diálogo opositor se clarifique el papel de la AN. Bien podría ser –¿o haber sido?– el de agarrar el toro por las criadillas y establecer un poder (no una asamblea) constituyente: el poder naciente.

 

 

 

 

Carlos Blanco

@carlosblancog

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