El Cristo Roto
marzo 27, 2015 10:23 am

Vivimos una cuaresma perenne mientras esperamos que los tiempos perfectos de Dios se cumplan. Olvidamos que somos nosotros los segunderos y minuteros de nuestro acontecer histórico, y que los tiempos serán tan buenos como nosotros los hagamos ser. El sentarnos a esperar nos coloca en la circunstancia de no entender que hay una condición ineludible en relación con lo que la Divina Providencia pueda hacer al respecto. Dios ayuda solamente a aquellos que están comprometidos con el bien, y en ese sentido, nosotros somos –o deberíamos ser- la acción de Dios. San Ignacio lo predicaba constantemente: “Haz las cosas como si todo dependiera de ti y confía en el resultado como si todo dependiera de Dios”. Nada va a caer del cielo. Mucho menos el poder. Así que “cazar güiros” solo demuestra el estado de confusión que estamos sufriendo.

 

 

 

Vivimos y sentimos en carne propia los tiempos de la mutilación. Somos un pueblo sometido al escarnio de perder la razón, los derechos y la libertad. Nos pesan los grilletes de las mentiras, y mucho más el tener que sufrir las consecuencias reales de ficciones, montajes y falsos procesos inventados para someternos. Sin embargo, cada uno lo vive a su manera, cada quien  lo interpreta a su real saber y entender, sobran las versiones incompatibles y las iniciativas personalísimas que obstaculizan el imperativo de la alineación política y estratégica. Esa perturbadora condición del héroe solitario es capaz de transformar la situación más unívoca en un inmenso galimatías, perturbando el avance precisamente por el caos que provoca tantas iniciativas individualistas, como si todo el infierno se redujera a que todos jugamos a ser caciques, pero sin un solo indio.

 

 

 

Mientras ocurre nuestra propia Torre de Babel, la gente cae y vive su propio Getsemaní, pasión y muerte, sin que nadie se compadezca demasiado, sin que nadie intente detener el curso de los acontecimientos, esperando más bien la próxima noticia, asumiendo el reto de no terminar de enloquecer por tener que vivir el reto de la ficción entregada por capítulos y la siguiente puesta en escena con su guión de víctimas y victimarios. Antonio Ledezma lleva más de un mes lidiando con el insensato encierro. ¿Alguien recuerda por qué?  En eso consiste el trapiche totalitario, en que una agresión sucede a otra con la velocidad suficiente para provocar olvido e indiferencia. Pasan los días y es más difícil tener a mano qué fue lo que pasó. Pasan los días y son otros los afanes y otras las formas de demostrar la estupidez. Pasan los días y a alguien se le ocurre que es mejor gastar el tiempo escribiendo y publicando una inútil e insensata carta al presidente Obama para arrimarse al mingo de los supuestamente intocables. La traición tiene muchos matices.

 

 

 

Es difícil mantener una actitud contemplativa mientras ocurren estos sucesos. Por eso es bueno imaginar y hacer propia la tragedia que vive un perseguido político, y tal vez, concebirlo al compás de siete frases, siete momentos de desolación, o de excesivo realismo, para intentar esa empatía que se nos hace tan dura. Las mismas siete de la pasión originaria. La misma soledad.

 

 

 

¡No saben lo que hacen! Eso pensó cuando se dio cuenta que era demasiado tarde para intentar cualquier cosa. Sin aviso y sin eso que llaman “debido proceso”, sin ninguna posibilidad de defenderse, fue allanada su oficina, rotas sus puertas, amedrentados sus empleados, y despojado de la última y más sagrada atribución, su propia libertad. El alcalde Ledezma salió esposado, rodeado como si fuera un criminal peligroso, y forzado a los primeros minutos de lo que parece ser una larga estadía en prisión. Siempre cabe la pregunta de lo que pensaron y sintieron aquellos que protagonizaron la celada. ¿De qué se sentirán orgullosos? ¿Qué le contarán a sus mujeres e hijos? ¿Qué cara les pondrán a sus madres –de tenerlas-?  Pasaron horas en las que nadie supo dónde estaba el encierro y cuáles eran los barrotes en los que estrenaba su nueva condición hasta que en la madrugada, luego de un día tan largo y azaroso, pudo sentir la seguridad  del amor incondicional de su mujer, ese beso apretado que ahora se va a espaciar, y la duda repentina que le viene a la mente en forma de ojos aguados sobre si va a volver a ver a sus hijos. ¡Diles que estoy bien, y que voy a seguir luchando! Una lágrima se le escurre por dentro de la garganta y le deja el sabor del trago amargo y salobre. No llora todavía. Aún perdona. Aún le parece increíble que él hubiera sido el siguiente en el sorteo de la infamia. Todavía todo luce provisional y comienza a salivar esa cuota de esperanza que le aconseja esperar la presentación ante el juez, la presión de la calle, la exigencia de sus compañeros. El tiempo dirá…

 

 

 

¡Ahora somos más! La noche es la única cómplice que les queda. Una larga vigilia se transformó en reclamo y exigencia, que sin embargo no fue atendida. El trapiche autoritario sigue su molienda, destrozando una tras otra todas las garantías procesales. El verdadero acusador anuncia en cadena nacional cuales son los cargos y cuáles los insultos. Mientras la infamia transcurre nadie sabe a ciencia cierta cómo el reo ve pasar las horas. Eso solo se sabe cuando se vive. Nadie imagina lo que le pasó por la mente. Solo, él y su conciencia, ve sus manos esposadas y  piensa en este después que se le impone como un cepo. Él es el único que sufre esa muda angustia de tanto silencio exigido, con la sensación de ser uno más que se llena de interrogantes y que es obligado a sufrir en carne propia las ficciones paranoicas de otros. No hay forma de defenderse de la insensatez y de la locura. No hay forma de evitar el intento de aniquilación simbólica en el que todos los gestos y decisiones tienen la intención de la extinción. La cárcel que le toca tampoco es cuestión de azar.  Exiliado de la ciudad de la que es líder –porque eso es parte del castigo-, siente la frialdad de un presidio ajeno al compromiso con los derechos humanos. En algún momento el abrazo fraterno de otros que le antecedieron en el suplicio le hará sentir que es también un preso político, que su suerte no depende de la justicia –que no existe- sino del cálculo artero. Unos y otros se reconocerán como parte del mismo guión y de los mismos sacrificios. Unos y otros ratificarán que aspiran y esperan la promesa del mismo paraíso. “Nuestro país será libre de nuevo… libre y próspero de nuevo…”  Mientras tanto el carcelero ronda, intenta e inventa el maltrato, y estima la cuota de sobrecosto que le tiene asignada.

 

 

 

¡Tu madre, sus hijos! Afuera quedaron ellos. La cárcel es una interrupción incondicional de la cotidianidad que otros intentarán sin que él pueda tomar parte. Es una forma de muerte,  ausencia y desmontaje que duele hasta en los tuétanos. Hay que intentar la mejor sonrisa mientras las horas se descuentan para la primera oportunidad de la visita. Es lo único que diferencia esta cárcel de una muerte súbita. Que el despojo no es definitivo, pero es peor porque comienzan a ser comunidad de la desolación. Empero, la adversidad no lo puede vencer. Allí están ellos buscando de nuevo las señales y códigos que les permita comprender toda esa tragedia. Y que les permita atravesarla juntos. La desventura que vive hoy es el resultado de intentar jugar sin reglas creyendo que todavía hay límites. No los hay. “Somos todos presas potenciales de la misma bestia autoritaria, y esta vez nos tocó a nosotros. Pero hay que continuar la lucha. Esa es la consigna”. Seguir la cotidianidad y hacer como si todo fuera excesivamente normal. La regla de oro es cuidarse, sin olvidar que nos están mirando aquellos que esperan que nuestra familia naufrague. Mitzi está dispuesta para el combate por una verdad que debería transformarse en libertad. Sus hijos están allí para respaldarla. La mujer transformada en otra “madre coraje” comienza una cruzada que la hermana con otras que como ella sufren la iniquidad sin que las quiebre. La verdad debería imponerse, pero hay que predicarla insistentemente. Ahora Mitzi será un clamor que recorre el mundo tratando de pedir ayuda. Será con Lilian una perfecta tejedora de alianzas perturbadoras de esa prepotencia autoritaria que se cree inapelable. Ledezma aguarda detrás de los barrotes. Aguarda, aguanta y ama más que nunca.

 

 

 

¡Larga es la noche! Cada quien está abandonado a su suerte. Un día tras otro suman olvido recalcitrante y esa soledad que consiste en desamparo. La molienda sigue hasta transformarte en silencio y distancia. Nadie puede verlo. Nadie puede verlos. Ellos son el castigo y los castigados. Son ahora víctimas de ese carcelero cuya violencia es de filigrana. Su hija, requisada al intentar salir del país. Su mujer desalojada de la cárcel el día de la visita bajo el argumento de un documento que no está en orden. Ledezma vive todos estos agravios sabiendo que lo quieren enloquecer hasta transformarlo en rabia irreversible. El castigo es el procedimiento y la burocracia que impone sus sinrazones mientras aplasta al derecho sustantivo. Ledezma hace el inventario. El castigo de ayer, el que le infligieron a otros, el de hoy y los que sucederán mañana.

 

 

 

¡Sed de fraternidad! Lo peor es el silencio y la indiferencia de los demás. La tibieza es un indicador de esa mediocridad indecisa que tan poco hace en la liturgia política. “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. Lee esa frase del Apocalipsis y concuerda con la sentencia. La maldición está en esa indiferencia que se escuda en el pésame formal y distante.  La herida más profunda es ese “individualismo anárquico del yo” que tanto lamentaba Mario Briceño Iragorry a la hora de extrañar el compromiso cívico que hacía avanzar los proyectos colectivos. Ganas frustradas de querer saber cómo y por qué los demás juegan a la conveniente ignorancia. Certezas terribles de que el equipo juega sin alma, creyendo que todo consiste en seguir jugando a los dados, ignorando el truco, tramoyando el silencio para “pasar agachados”. La falta de solidaridad es tan dolorosa como la ausencia de justicia. La solidaridad tiene una liturgia cuyo ritual se ha olvidado.

 

 

 

¡Los plazos se cumplen! No hay alternativa a la cárcel y a la espera. Una tras otra todas las instancias dan la misma respuesta. Se recorre la trama como si hubiera autonomía, pero se sabe que todas ellas son el mismo puño de hierro. La llave, el candado y las rejas no son propiedad de la justicia. El dueño es otro. Su propietario es el señor de este caos. El que tiene la llave simula sordera pero escucha perfectamente el reclamo universal para la liberación de los presos políticos. Sabe que la crueldad desgasta y que la violación de los derechos trae consigo ese distanciamiento que seguramente ya está sintiendo. Son tiempos de pesos y medidas faltantes. El cancerbero sabe que “fue pesado y medido para ser hallado defectuoso”.  Ledezma es quicio y gota que rebosa.

 

 

 

¡En manos de Dios! Y del pueblo. La posibilidad de un amanecer de justicia y libertad dependen de la recomposición de lo que hoy luce roto por el resentimiento de unos, la indiferencia de otros y el miedo mal encauzado de todos. No puede haber ruta democrática ni margen constitucional mientras haya presos políticos. No podemos hacerlos a un lado. Ni a Ledezma, ni al más desconocido de todos ellos. Ni al que está preso, ni al que pretende haberse salvado. Ni al que arriesgó todo con su coraje, ni al que hoy luce comprado por la extorsión. Algunos están en Ramo Verde pero otros son víctimas de sus propias pesadillas. Unos viven la cárcel pero otros están perdidos en el laberinto de su propia confusión sin saber qué hacer. Unos sienten barrotes de acero y otros el peso de sus propios egos. El trabajo será separar el trigo de la paja, y buscar entre todas esas imposturas el esplendor de la verdad. “Guíame Luz amable, entre tanta tiniebla espesa…”

 

 

 

Solón hallaba el espíritu de justicia sólo en comunidades donde los no perjudicados se sientan tan lesionados como los que recibían el daño. Lo recordaba Mario Briceño Iragorry en 1955. Extrañaba la sabiduría del viejo sabio ateniense, verdadero fundador de la primera experiencia democrática. ¿Es ese nuestro caso? ¿Convive entre nosotros el verdadero espíritu de justicia? ¿Nos sentimos tan presos como Ledezma? ¿Nos sentimos tan agobiados como su esposa Mitzi? ¿Nos sentimos infamados por lo que les pasa? ¿Imaginamos sus días? ¿Nos duelen sus angustias? ¿Son sus lágrimas las nuestras? ¿Están en nuestras oraciones y acciones?

 

 

 

Al Cristo venezolano le faltan piezas, le falta forma, le sobra vacío que deberíamos saber llenar de solidaridad, testimonio, consecuencia y capacidad de lucha.

 

 

 

Víctor Maldonado C

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