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El Chiringuito de Amílcar Rivero

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El Chiringuito de Amílcar Rivero

 

 

En esta desgracia mundial en la que vivimos los venezolanos, he notado algo: casi todos los días debo despedir a familiares y amigos quienes, sin querer marcharse, se van. Se despiden quedándose. El cuerpo se va y el alma queda flotando, revoloteando a nuestro lado.

 

 

Los fines de semana, en casa de mi mamá, nunca faltan mi hijo Daniel, mi nieto Cristhian, mi cuñada Yobaira ni mis sobrinos Pablo, Patricia, Sumito y Puni con sus hijos. Allí están, sentados a la mesa, riendo, echando los cuentos de cuando éramos felices y no lo sabíamos. Mientras, la nueva generación de bebés gatea y corretea por el apartamento haciéndole travesuras a su bisabuela, la abuela de mi hijo, mi mamá.

 

 

De pronto, en medio de esa fantasmal algarabía, nos damos cuenta de que hoy, en la mesa, solo estamos mis hermanos Raúl y Mario, mi mamá y yo. Los jóvenes se han ido. En casa, solo quedamos los viejos.

 

 

Mi madre está triste. Ya no se preocupa de que los muchachitos, al correr por la casa, vayan a romper algo. Ya no se preocupa porque le manchen el mantel. Los objetos, fastidiados y llenos de polvo, duran meses como inútiles adminículos sin sentido. Los refrescos, a medio destapar, hace tiempo que perdieron el gas dentro de la nevera. Los tequeños, despreciados, hibernan en el congelador. Cuando hago tortas, ya nadie lambucea.

 

 

 

Raúl, mi hermano mayor, no le pregunta recetas a su hijo Sumito, quien tan lejos está. Mario, el tío abuelo chocho, ya no juega con los traviesos Sergio y Cecilia, y yo, ya no tengo que despertar a las 11:00 de la mañana a Cristhian, mi querido y flojo nieto.

 

 

 

Mientras, las universidades importantes, antes llenas de algarabía juvenil, están hoy cada vez más parecidas a conchas vacías, con estudiantes flacos porque si pagan el pasaje no comen, con profesores altamente capacitados pero famélicos, devengando un sueldo inferior a 10 dólares mensuales.

 

 

 

Con los venezolanos que se van, también nos vamos nosotros… Son muchísimos los amigos y familiares que quisiera nombrar, pero voy a destacar a uno en especial: vive en Miami en donde, día, noche y parte de la madrugada, trabaja haciendo felices a quienes lo rodean. Su nombre, Amílcar Rivero, el niño más grande del mundo. Él tiene un huequito para el humor, la música y la poesía: El Chiringuito, local que esta semana cumplió un año.

 

 

 

En El Chiringuito, todos los jueves, 30 millones de venezolanos ríen, lloran y sueñan con un país que intenta vivir sin ellos.

 

 

Claudio Nazoa

@ClaudioNazoa

 

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