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Eglé sabe la verdad

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Eglé sabe la verdad

Como en las viejas tragedias griegas o en los dramas de Shakespeare, nada está anunciado. Todo es cuestión de desencadenamiento de los acontecimientos y de los desenlaces. En la trama “se bate el cobre” de la acción humana. Por eso a ella le parece que en algún sitio debe estar escondido el perpetrador de este inmenso fraude.  En ninguna parte decía el guión que las colas iban a ser el signo de su cotidianidad. A ella le vendieron la posibilidad de “la máxima felicidad posible de todos los que ahora tienen patria”. Esa promesa la movilizó. Y el poder del pueblo, ahora en revolución y armado.

 

Todas las condiciones para salir de abajo, no solo ella, sino también su familia, y el barrio entero. Salir de la pobreza y no entrar a formar parte de ella era la esencia de esa seducción social a la que ella accedió. Nadie le dijo que esa frase invocada una y mil veces era eso, una consigna que pasado el tiempo, iba a lucir vacía de realizaciones y por esa misma razón muy decepcionante. Porque no cabe duda, ella está profundamente desencantada.

 

Eglé sabe que no hay forma de cuadrar este círculo. Sabe que el dinero, no importa cuanto tenga, se le licúa en tres o cuatro cosas. Eso se llama inflación, y ella sabe que el costo de la vida, ahora altísimo, no es una circunstancia fatal sino el producto de malas decisiones. Ella piensa que detrás de tanta perversidad tiene que haber una conjura. A ella le han dicho una y mil veces que “la derecha” está detrás de tanta calamidad. Ella quiere que a “esa derecha” le pongan los ganchos y la manden para El Rodeo. Eso dice, mientras recibe el aplauso fácil de un auditorio que se sabe parte de una comparsa. Porque la realidad es la que dicen las encuestas: 80% de los venezolanos se están deslindando del proceso. Están tomando distancia porque saben que hay un abismo entre lo que se dice y lo que se hace. Por lo menos reconocen que el camino emprendido hacia el socialismo no es la ruta hacia la prosperidad y que la fiesta se acabó.

 

Eglé está cansada de ir días enteros tras la ruta de un pollo, un paquete de pañales o de papel higiénico. Está hastiada y con razón. Se siente humillada, y con razón. Se sabe violentada en su dignidad, y con razón. Pero ella sabe que cuando esa cola la hace frente a un Mercal, el patrocinante de sus sufrimientos es el régimen que ella apoya. Ella sabe que la misma escasez de productos y de trato digno lo recibe en las madrugadas cuando en Los Próceres le ofrecen “el milagro de la casa bien equipada”. Es la misma tragedia cuando se sienta a esperar que le den la solución habitacional que le ofrecieron. La misma situación patética de los que llenaron la planilla para recibir un carro, o peor aún, el sufrimiento indescriptible que sufren las mujeres del barrio que tienen que lidiar con el retardo procesal que puede llegar a matar a sus hijos presos. Fácil sacar las cuentas y llegar a la conclusión de que el gobierno es el común denominador de toda esta desventura.

 

Seguramente Eglé habrá hecho la cola para conseguir un saco de cemento. Pero Eglé sabe que la Corporación Socialista del Cemento es un monopolio del estado, y por lo tanto quien la obliga a pasar tanto trabajo es el gobierno que ella defiende con una fe envidiable y una ingenuidad que no tiene parangón. Tal vez haya necesitado comprar cabillas y encontrado que no existen. De vuelta a la cola para conseguirlas, pero esta vez el trámite es cortesía del complejo siderúrgico que monopoliza el gobierno socialista. La principal planta se llama Siderúrgica del Orinoco Alfredo Maneiro, y en su página web dicen construir la Venezuela potencia, otra de esas frases huecas que forman parte de esta antología de la infamia que a lo mejor Eglé no llega a comprender en términos de su alcance destructivo.

 

Eglé echa de menos el azúcar. Tiene razón, está escasa, pero ella sabe que el 80% de las centrales azucareras son del gobierno, que solo producen el 20% del total. Ella debería sacar cuentas y llegar a la conclusión de que la única conspiración es la de este socialismo del siglo XXI que tiene como parte de su séquito a la Corporación Socialista del Azúcar.

 

Eglé se sorprende de la escasez de pollos, pañales, papel, medicinas o azúcar. Eglé sabe que los hospitales que no funcionan son los públicos. Y cuando no recibe agua en su casa cae en cuenta que ese es un servicio público que también está en manos del gobierno. Y si se va la luz, en ese momento recuerda que todo el sistema de producción y distribución es responsabilidad del régimen. Eglé también sabe –porque ha aplaudido miles de veces- que este gobierno les regala divisas y petróleo a sus aliados, y que Cuba es privilegiada con los recursos que ella necesita. Lo sabe muy bien, y como toda buena mujer, sabe que las cuentas no dan. También debería recordar que la eficiente “Agroisleña” fue trocada por la indescifrable “Agropatria”, y que desde el 2004 hasta la fecha al menos 3 millones de hectáreas de tierras agrícolas fueron expoliadas, y que ahora no producen nada. Eglé debería hurgar debajo de esos tendidos que se ven yendo de Caracas a Maracay para entender que la nada sustituyó el esfuerzo privado para abastecer al país.

 

Eglé sabe que los puertos los maneja el gobierno. Los mismos puertos que retardan el ingreso de las mercancías por las que ella se pelea a empujones con otras mujeres. Por cierto, la empresa que los maneja no puede tener un nombre más emblemático. Se llama Bolivariana de Puertos, pero por más bolivariana que se reconozca no encuentra cómo descargar los buques que traen la mercancía. Un dato tomado de la prensa nacional dice que en los puertos del Caribe se efectúan, en promedio,  de 35 a 40 movimientos por hora de descarga y carga de un contenedor, pero como contraste Puerto Cabello está en unos 8 movimientos por hora, en el mejor de los casos. Allí hay una gran diferencia. Un buque que traiga 800 contenedores y vaya a embarcar 500 contenedores, significa que debe hacer 1.300 movimientos. La pregunta es ¿qué tiene que ver “la derecha” con todo esto?

 

Pero sigamos. Seguramente Eglé sufre las angustias de toda buena madre cuando sus hijos están en la calle. Siente esa “angustia de muerte” que solo se aquieta cuando todos ellos están a buen resguardo. ¿Y esa sensación es culpa de la derecha? Eglé sabe que la inseguridad ciudadana es uno de los fracasos del régimen que patrocina la impunidad, desarma las policías regionales y, para colmo, no ha logrado que su policía nacional de la talla. Eglé sabe que las calles están infestadas de delincuencia y narcotráfico. Eglé sabe que la basura no la recogen, que El Guaire sigue siendo un vertedero de detrito, y que el gobierno que tanto grita es el mismo que es incapaz de honrar alguna de sus promesas. Ella sabe que todo este fracaso no es el producto de la conspiración de la derecha. Eso que ella llama “la derecha” es un invento, el “santo y seña” de una gran mentira.  Ella sabe la verdad: este régimen, que tiene todo el poder, tiene toda la responsabilidad.

 

 

¿Y si lo sabe por qué no lo reconoce?

 

Víctor Maldonado C

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