logo azul

Disneylandia en el infierno

Categorías

Opiniones

Disneylandia en el infierno

Una porción de los venezolanos cree que vivimos dentro de un parque temático. Estos viven un mundo de fantasías y puesta en escena en la que cualquier cosa puede ocurrir. Lo triste es que se las crean. Lo patético es esa ausencia de preguntas inquisitivas sobre el cómo, los por qué, y por supuesto, cuánto nos va a costar esto.

 

Nada de eso es relevante para los que disfrutan una ausencia primitiva del mañana, un eterno presente, una condición lúdica perpetua. En este parque de distracciones el emblema que está en la puerta es brutalmente dramático: “Así como va viniendo, vamos viendo”. Dentro de sus confines se vive al día.

 

Hay algo de niño malcriado en estas concepciones. Algo de necedad juvenil. De “paquete chileno” en el que caemos una y otra vez. Una y otra vez quedamos embobados por ese discurso empalagoso, disociado del esfuerzo y de la tenacidad, que nos ofrece a nosotros, los pinochos del siglo XXI, un vivir viviendo sin causas, sin costos, sin precariedades. Carlo Collodi coloca a su ingenuo personaje en la situación de ser abatido una y otra vez por ese intento de búsqueda de la vida banal donde todo puede ocurrir, desde el huerto de los milagros donde “siembras” monedas de oro que supuestamente germinan, o caes seducido por cualquier esperanza, por más irracional que ella sea.

 

“¿Dónde vas a encontrar un país más sano para nosotros los muchachos? Allí no hay escuelas; allí no hay maestros; allí no hay libros. En aquel bendito país no se estudia nunca. Los jueves no hay escuela, y todas las semanas tienen seis jueves y un domingo. ¡Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primer día de Enero y terminan el último de Diciembre! ¡Ese es un país como a mí me gusta! ¡Así debieran ser todos los países civilizados!” ¿No les suena ésta oferta a discurso chavista, a ramplonería socialista? En esa ausencia de sustento consiste la oferta de nuestra disneylandia infernal.

 

Una excitada corte de los milagros espera que “esto” se resuelva sin tener que pasar la dentera, sin incurrir en costos, y sin que nadie se de por aludido en términos del bolsillo. En este inframundo ilusorio la gasolina se regala, y el petróleo se dilapida entre compromisos ideológicos y pago de deudas atrasadas. También se pretende suministrar agua sin invertir en embalses y sistemas de distribución –esperando que la lluvia llegue a tiempo-, y de la misma manera se espera que el fluido eléctrico llegue hasta el rincón más apartado del país, eso sí, sin meterle un dólar en nuevas inversiones, o por lo menos hacer el intento de mantener lo que hay en condiciones aceptables.

 

Hay una atracción que se llama “la casa de la moneda”, que se encarga de suministrar todos los bolívares que el gobierno necesite para lubricar sus anuncios populistas. Y muy cerca opera “el BCV” que se encarga de funcionar como taquilla cada vez que PDVSA se encuentra en aprietos.

 

En la taquilla te ofrecen cuatro opciones azarosas. De hecho, lo resuelven con una ruleta, que sin embargo está “envenenada”. Tienes, por ejemplo, la posibilidad de comprar una opción por 6,30. Pero puede ocurrir que lo debas adquirir a 70. La misma cosa puede costar 10 veces más, o 10 veces menos, y además nadie sabe cuándo y cómo te va a tocar la próxima vez. Pero no importa, porque dentro del parque el azar y la lotería forman parte de una tragedia convertida en sensación constante.

 

En este complejo de atracciones hay una inmensa montaña rusa de cinco carros. En el primero de ellos va la inflación, en el segundo se montó la escasez, en el tercero el desempleo, en el cuarto el tipo de cambio y en el último, la inseguridad. La sensación es escalofriante, con caídas del abastecimiento, y aumentos brutales del costo de la vida.

 

El vértigo socio-económico no tiene parangón, y la caída libre conduce a pailas encendidas donde se acumulan empresas quebradas, crímenes violentos, deserción escolar, prostitución, drogas y un caldo espeso de corrupción. El pasar por esta montaña rusa es obligatorio, y así lo indican amablemente unos milicianos que rutinariamente sellan el brazo de todos los que están ese día en la cola correspondiente.

 

Otro espectáculo famoso simula la sala de espera de un aeropuerto. Está a cargo de espíritus burlones que anuncian la llegada de un vuelo que no termina de arribar nunca, y la salida de otros que, sin embargo, tardan demasiado en partir. Y si alguien se molesta, pierde. Allí si se organiza la salida del vuelo, solo para decirte que tú no puedes abordar por “enemigo de la patria”. Los aviones, por otra parte, vuelan porque en el averno funciona la ley de la gravedad inversa, lo que debería caerse vuela, y lo que debería volar se cae.

 

Pero los que salen, tienen la expectativa de que el parque les mande su remesa, al más bajo tipo de cambio posible. Ellos saben, porque lo saben, que cada dólar, cada euro, no cuesta lo que ellos pagan, pero no quieren saber cómo se paga la diferencia.

 

Tal vez, como lo imaginó el famoso autor de Pinocho, transformados progresivamente en asnos, animales transformados en siervos desilusionados preguntándose quién tiene la culpa, cómo el “imperialismo” logró hacernos tanto daño, quién se entrometió para transmutar el placer en este “morir muriendo”. ¿Quién propone este ajuste horroroso que nos empuja hacia la realidad? La interrogante se pierde en la algarabía de fondo provocada por los que todavía creen que la ficción puede ser la vida, y que la vida es esta ficción.

 

En el centro está la atracción principal. Se llama “el infiernito venezolano” y es similar a un rompecabezas, pero incompleto. Y funciona para cada servicio prestado por el estado. Por ejemplo, si vas a sacar un pasaporte, de repente falta el papel, o se dañó la máquina fotográfica. O se pierde en un retraso inexplicable, que se destraba si amablemente ofrecer “una ayudaita”. Si el caso es que necesitas hacer un arroz con pollo, consigues el arroz, pero no te dan el pollo. Si tienes un niño lactante, a veces consigues leche pero te faltan los pañales. Y a veces tienes ambas cosas pero no las toallitas húmedas.

 

En el caso de las medicinas, si sufres de hipertensión, colesterol alto y acidez, una quincena consigues una de tres, y la otra quincena logras reunir las otras dos, pero no hay la primera. A veces hay agua, pero no hay gas, y otras veces electricidad pero no recogen la basura. Eso sí, siempre hay inseguridad. Esa no falta.

 

Bordeando esta disneylandia infernal esta un carrusel que simula un “ruletéo hospitalario”. Como exige realismo, te dan un tiro en el abdomen, y comienza una carrera contra la muerte. Saben que tienen 45 minutos para culminar con éxito la misión. Ocurren mil cosas. Por ejemplo, puede llover y la ciudad se detiene. O un apagón, y el caos es monumental. Pero lo realmente emocionante es cuando llegas al primer hospital y, que va, te devuelven porque el quirófano está fuera de servicio, porque la semana anterior hubo un tiroteo tipo “mafia de Chicago”.

 

No queda otra que mirar el reloj e intentar una segunda oportunidad. La segunda opción, tal vez, esté operativa, pero los médicos están en el Teresa Carreño oyendo un largo discurso del comandante ultra-galáctico. Sigue la ruleta –de eso se trata- hasta que te das cuenta que es imposible ganar. Es, de hecho, un juego organizado para que todos pierdan.

 

Lo sorprendente de esta “disneylandia infernal” es que aquí todo va ocurriendo sin pensar en los costos. Millones de personas narcotizadas por el saqueo, la golilla, y el “pónganme donde hayga”. Millones que se pelean por chupar de la teta rentística, aun a sabiendas que los que están atrás se quedan sin opciones. Esta maquinaria diabólica se lubrica con socialismo, voluntarismo y misticismo.

 

Dicen que nada se paga, nada se cobra, pero hay una ley de hierro de la que no puede escapar el infierno. Si no pagas, si no cobras, no significa que no haya costos que alguien tiene que asumir. “No hay almuerzo gratis”, es el cartel que está a la salida, oscura, abisal, que conduce a ningún sitio. Hasta en el infierno, o se pagan los costos, o la atracción más absurda desaparece. Por cierto, esta vez no hay hadas ni milagros. Solo la cruda realidad, que se va imponiendo. ¿Me explico?

 

Víctor Maldonado

victormaldonadoc@gmail.com

Comparte esta noticia:

Contáctanos

Envíe sus comentarios, informaciones, preguntas, dudas y síguenos en nuestras redes sociales

Publicidad

Si desea obtener información acerca de
cómo publicar con nosotros puedes Escríbirnos

Nuestro Boletín de noticias

Suscríbase a nuestro boletín y le enviaremos por correo electrónico las últimas publicaciones.