Detrás del muro, Cúcuta
julio 12, 2016 7:28 am

El desafiante gesto de las 500 mujeres  tachirenses que pasaron  por encima de la raya  fronteriza y se adentraron en  territorio colombiano,  movidas por el hambre y la desesperación, seguramente no tiene antecedentes en la historia de esta parte de la frontera, considerada, hasta su cierre, como una de las más dinámicas del continente americano. Ante unos guardias  que no atinaron a reaccionar a la multitud, toda ella de un solo género, avanzó  sin temor de que el cruce de la línea prohibida se pudiera convertir en una masacre. Sería ese el preludio de la estampida que se produjo el domingo pasado, cuando miles de venezolanos  siguieron los pasos de las 500 para conseguir,  en aquel  lado de la frontera, lo que se les niega  en su país.

 

 

Y decíamos que el episodio, al cual le calza, sin exageración, el término de heroico, carece de antecedentes porque en una frontera por donde ha circulado de todo, incluyendo ejércitos invasores, tanto de un lado como del otro, nunca  se vio que unas mujeres  desarmadas lograran pasar sobre una fuerza militar conocida por el uso desmedido de la violencia.  En todo caso, bien sea porque ya existía en el gobierno la intención de abrir el paso, al menos parcialmente, bien sea porque el cruce forzado de las mujeres  presionó para  apresurar la medida, lo cierto es que  ahora a los tachirenses se les abre una posibilidad, la única en este caso,  de saciar el hambre y no morir por la falta de un medicamento. Siempre y cuando puedan lidiar con unos precios colombianos  prohibitivos para el bolsillo de la mayoría.

 

 

El templo del consumo

 

 

 

Pero la historia es tan vieja como la existencia de ambos países y para finales del siglo XIX  el Táchira mantenía lazos más estrechos con la vecina Colombia que con un turbulento y lejano país llamado Venezuela, al cual pertenecía solo en el papel de los mapas. Saludable distancia que le permitió mantenerse al margen de las guerras, de la inestabilidad política y de sus secuelas, propiciando la creación de una clase de pequeños y medianos productores. Así fue hasta que reventó el Zumaque I,  entramos la era petrolera y el comercio bilateral, por la transformación que sufrió la economía venezolana,  comenzó a vivir un período de abundancia en el que los agricultores  e industriales colombianos se encontraron con un mercado venezolano que exigía bienes y servicios a la misma velocidad con la que dejaba de producirlos.

 

 

 

La expresión mejor acabada del fenómeno lo encontramos en la Cúcuta de la primera mitad del siglo XX. Ciudad fronteriza  de tierra caliente con sus calles centrales empedradas, sus gitanas de largas faldas coloridas cazando incautos en el parque Santander y una legión de vendedores ambulantes que ofrecían desde frutas hasta el mentol chino, Cúcuta  se convierte en  templo del consumo para los venezolanos. Allí abren sus puertas almacenes como Los Tres Grandes, con su provisión de la afamada industria textil neogranadina, las tiendas de cortes, las talabarterías, las farmacias (droguerías dicen allá)  y los mercados. No había familia tachirense que obviara su semanal peregrinación a Cúcuta para hacer mercado en La Parada y acercarse al centro, donde el Salón Blanco ofrecía chocolates, caramelos y galletas imposibles de conseguir en Venezuela. El café que se bebía era el Galavís, las papas eran las pastusas (de Pasto), la cerveza Bavaria, la ropa de Almacenes El Ley (novedosa tienda por departamentos), la pasta dental  Kolinos, el analgésico Mejoral, el refresco (gaseosa) Postobón, la ropa interior Punto Blanco, las camisas Everfit, los overoles ( jeans) de El Roble, los cigarrillos sin filtro Piel Roja, el ron de Caldas y el aguardiente Extra.  En Cúcuta comprábamos la pólvora de diciembre, las botas Croydon, los discos de 45 rpm y el  flux de paño para el año nuevo.

 

 

La decadencia

 

 

Esa suerte de mutua dependencia  se mantuvo  por tres décadas, pero ya en los años 80 comienza a  modificarse con la llegada de la guerrilla y el narcotráfico. Luego con el chavismo y su apoyo a los subversivos  los males se exacerban y se multiplican los secuestros, el cobro de vacuna,  las invasiones de fincas productivas  y  el control territorial de zonas situadas a este lado de la frontera. Fenómenos que corren parejo con hechos  similares en el resto del país y que responden  a una  política de destrucción del aparato productivo con el consecuente  aumento de las exportaciones provenientes, en buena medida, de la denostada Colombia de Álvaro Uribe.

 

 

 

Pero en el lapso que hay entre el incremento de las exportaciones y el inicio de la crisis por la baja de los precios petroleros se invirtieron los términos. Ante el derrumbe del bolívar pero aun en capacidad de responder a la demanda con existencia de todo tipo de productos, son  los colombianos quienes invaden los comercios del Táchira y arrasan con todo porque los precios  resultan irrisorios. Solo que a diferencia de los colombianos, quienes vendían mercancía made in Colombia, los venezolanos comerciaban con  bienes  importados y adquiridos con dólares preferenciales.

 

 

 

Hasta que Maduro decidió cerrar la frontera en medio de un período de escasez y  entonces Cúcuta, olvidada por los consumidores venezolanos durante largos  años, volvió a ser atractiva porque tiene todo lo que les falta a los tachirenses. Solo que está tan cerca y tan lejos a la vez que las 500 de Ureña dieron el paso, cruzaron la línea prohibida y Cúcuta volvió a vestir y a darle de comer a los venezolanos.

 

 

Roberto Giusti

@rgiustia