De Aristóteles a Trump
noviembre 18, 2016 10:24 am

Aristóteles era escéptico con respecto a la posibilidad de que la democracia pudiera ser la forma de gobierno más apropiada para regir los destinos de la polis. Para el filósofo la forma ideal de gobierno era la república, entendiendo por ella un Estado sometido al imperio de la ley.

 

 

 

La democracia —deducimos de la lectura del capítulo lV de La Política— puede llegar a ser una forma adecuada de gobierno si se mantienen los principios del ideal republicano, vale decir, la hegemonía de la ley por sobre los intereses de grupos particulares. Posibilidad remota, pensó Aristóteles.

 

 

 

Los problemas para la democracia provienen, según Aristóteles, de dos vertientes. La primera, de la mayoría. Al estar el pueblo formado por muchos, sus intereses no son homogéneos sino diferentes e incluso contrapuestos. Hecho que conspira contra toda forma de gobernabilidad.

 

 

 

La segunda reside en el hecho de que las aspiraciones de los muchos son de índole económico, y la economía para los griegos era una actividad no solo diferente sino antagónica a la política. Los políticos de la polis debían ser hombres liberados de los intereses y pasiones que provienen de la ausencia de bienes.

 

 

 

Para decirlo en términos modernos: Aristóteles sentía temor frente a la sociedad de masas. Muchos siglos después ese temor sería compartido por diferentes pensadores. Desde el aristocratismo intelectual de Nietzsche, el republicanismo de Ortega y Gasset, el psicoanálisis de Freud, la sociedad de masas nunca contó con las simpatías de los grandes filósofos de la modernidad temprana.

 

 

 

Hannah Arendt iría más lejos: siguiendo el dictamen aristotélico se pronunció a favor de la sociedad de clases en contra de la sociedad de masas (El Origen del Totalitarismo). Según Arendt, las clases daban forma contractual a la sociedad mientras las masas la desorganizaban en una no-sociedad a la que Emile Durkheim denominaría con el concepto de anomia, hoy usado como sinónimo de desintegración social.

 

 

 

Para Arendt el fin de las clases no llevaba a la igualdad social sino a la desaparición de la sociedad. Por lo mismo constituía la condición apropiada para el ascenso de los demagogos y sus consecuentes dictaduras apoyadas por las grandes masas. La —decía Aristóteles— lleva a la demagogia y la demagogia a la tiranía.

 

 

 

¿Es entonces la democracia una forma de gobierno destinada a destruirse a sí misma? En el caso ateniense, al menos, lo fue. Los temores de Aristóteles fueron cumplidos. La luz de la democracia griega permaneció apagada durante siglos. Bárbaros y demagogos unidos comenzaron a reinar en medio de la oscuridad de la no-política.

 

 

 

Pero Hannah Arendt pensó ese tema en una dirección diferente a Aristóteles. El problema no lo vio en la democracia en cuanto tal sino en los ideales de los griegos. En efecto, si uno lee con atención a Aristóteles, podrá comprobar que todos sus pensamientos apuntaban hacia la búsqueda de la armonía. Esa armonía, según Arendt, no puede ser encontrada en la política (¿Qué es Política?) Para eso están las religiones, el arte, el amor. La democracia —así creo interpretar a Arendt— solo existe como lucha por la democracia, incluyendo la lucha en contra de demagogos y tiranos, cuenten o no con el apoyo de la mayoría. Podríamos también decirlo de otro modo: los antagonismos son la fuerza energética que impide a la democracia derrumbarse sobre sí misma.

 

 

 

Cuando Donald Trump fue elegido presidente de los EE. UU. supimos otra vez más que una mayoría democrática había parido a un gran demagogo. Pero también supimos que muchos ciudadanos han comenzado a alinear fuerzas para cerrar su avance. Eso es precisamente la democracia: un campo de lucha. Nunca el lugar de la armonía. La democracia es, para decirlo con Chantal Mouffe, una realidad agónica (On the Political). Allí, como en otros espacios, incluyendo los personales, tiene lugar en ella una lucha entre el principio de la muerte y el de la vida.

 

 

 

A diferencia de Aristóteles, hoy sabemos que las leyes no han sido hechas para impedir sino para proteger la lucha entre contrarios. Eso significa que la democracia no está al final de la lucha sino en la lucha misma. Y esa lucha no tiene final.

 

 

 

Fernando Mires