Cuentos de cenizas
abril 6, 2015 5:10 am

Cuando me toque, quiero ser incinerado, y si es posible, al esparcir mis cenizas, que me rocíen con un buen whisky, el último antes de mi reencarnación, porque yo, de que regreso, ¡regreso! Lástima que ese fatídico día no estarán mis mejores amigos, porque, con el favor de Dios, los habré enterrado e incinerado a todos.

 

Incinerar se ha puesto de moda porque además de ser más económico que un entierro tradicional, se le evita a familiares y amigos la incómoda hipocresía de llevar al cementerio costosísimas flores o de pagarle a un obrero para limpiar la tumba y pulir el mármol, o peor aún, de reponer la cruz cada vez que se la roben.

 

Cremar es económico y chic para despedirse del muerto, a menos que el deudo tenga la tétrica costumbre de guardar el porroncito con las cenizas en algún lugar de la casa.

 

Conozco a un señor, a punto de cenizas, que se casó hace más de 50 años con una poetisa boliviana. El matrimonio duró dos años. De esa unión nació un niño. Un día, ella decide ir a vivir a Suiza con su primogénito. Transcurridos más de 40 años, fallece. Y en el testamento pide que la cremen y esparzan sus cenizas en el lago Titicaca, en Bolivia.

 

El hijo habló con su padre boliviano venezolano y le dijo que quería verlo en Caracas antes de ir a Bolivia a cumplir la última voluntad de su madre.

 

Lo cierto es que este señor, a quien admiro y respeto, me pide que lo acompañe al aeropuerto a buscar a su hijo, y a la poetisa ahora en polvo. De allí fuimos a Chacao, cerca del mercado, donde mi amigo vive en compañía de una señora de servicio y dos muchachitos terribles de 8 y 9 años.

 

Esa noche paseamos a su hijo por Caracas, no sin antes dejar un frasco fucsia y dorado, sobre una mesa.

 

Circunspecto, el invitado, acotó:

 

—¡Allí está mamá!

 

Eso nos pareció terrorífico y a mí me dio cierto miedo la vaina. Casi por decir algo, le dije: ¿y por qué no la dejas en la maleta?

 

Ofendido, contestó: ¡No! Ni hablar. Mamá era claustrofóbica. Por eso pidió reposar a 4.500 metros de altura.

 

Cuando regresamos al apartamento, la sorpresa fue que los diablillos de la señora de servicio abrieron el pote con las cenizas y las estaban lanzando por el balcón. El consternado hijo, gritó: ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Nooo…!

 

El escritor Leonardo Padrón, al enterarse del drama, conmovido y enlagrimado, opinó: ¡Qué infausto final! La poetisa quiso eternizarse en el lago más alto del mundo, y ahora vive en Caracas, a ras del suelo, entre papas y cebollas, en el mercado de Chacao.
Claudio Nazoa