Crueldades oficiales y de las otras
noviembre 12, 2016 3:30 am

 

En los tiempos que corren, cuando los gestos de amabilidad han sido desplazados por empujones y la cortesía desapareció o fue pulverizada por la conducta arrogante de los revolucionarios, pocos se acuerdan o conocieron de la existencia de “reservas morales” y de ese compromiso de cada ciudadano con el “bien común”. La formación, la capacitación, el progreso individual no eran considerados una manera de acercarse a la promoción social, a la obtención de riqueza o al poder, sino como la contribución de cada uno a la superación de la sociedad.

 

 

 

En estas dos décadas de “revolución bonita”, de “cambio de paradigma”, de “transición al socialismo” y cualquier otro de los remoquetes con los que han disfrazado la demolición de la república que comenzó con más de 400 muertes el 4 de febrero de 1992, el derramamiento de sangre, la violación de los derechos humanos, los procesos judiciales amañados, el trato cruel e inhumano, la distracción de las obligaciones del Estado, la corrupción y la penuria de la ciudadanía han convertido la existencia en poco menos que un desgarrador sálvese quien pueda. Así vamos.

 

 

 

En momentos de gran confusión, de tragedias naturales y de contradicciones que unos pretendían resolver con atentados terroristas, asesinatos de policías, sublevaciones militares y similares, el país confiaba en que al final se impondría la razón, la buena voluntad, la opción menos dañina para la sociedad; que las reservas morales y el compromiso individual con el bien común servirían de contrafuerte y el país seguiría avanzando.

 

 

 

Nunca se habló de resentimientos ni de venganzas escondidas, tampoco de odios no expresados. Los rasgos de crueldad que aparecieron y se expandieron entre 1813 y 1815 no tuvieron nunca un análisis científico, bastó achacárselo a la maldad de José Tomás Boves. Tampoco se intentó buscarle una explicación a los desafueros cometidos en la Guerra Federal, también encontraron cómo personalizarlos en el Iluminado Espinoza o cualquier otro bandido. Después fueron Eustoquio Gómez, Pedro Estrada y Miguel Silvio Sanz. ¿Y ahora?

 

 

 

El bien común no solo es pisoteado cada día por un hampa feroz, capaz de las peores vesanias, en libertad o cautiva —hacen sopa con los huesos y vísceras de los enemigos y se la obligan a comer a los rivales que quedan vivos—. Los otros, los que se dicen al lado de la ley no son distintos: torturan, no prestan atención médica y crearon la “Tumba” en los sótanos de la policía política. En venta, sin uso, la mejor constitución del mundo.

 

 

Ramón Hernández