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Comercio en tiempos de totalitarismo

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Comercio en tiempos de totalitarismo

El comercio está estrangulado. No puede importar porque en Venezuela no hay un régimen cambiario que esté a favor del emprendimiento, pero que es muy bueno para los sinvergüenzas, para articular mafias que para nada tienen que ver con el sistema de mercado. Los comerciantes no pueden comprar mercancía nacional porque la industria venezolana está agonizando. Tampoco pueden calcular costos y precios con libertad, porque una legislación arbitraria, de excepción, y violentamente expoliadora, es una amenaza constante de confiscación y sanciones penales, además ejecutadas por la autoridad administrativa, sin que se garantice el derecho a la defensa y el debido proceso.

 

 

 

Los empresarios tienen los costos y precios controlados, pero con la obligación de asumir compromisos laborales crecientes. Ya sabemos que el gobierno decreta tantos aumentos de salarios como necesite su populismo para mantenerse vivo. No puedes cobrar más, pero tienes que pagar más. Esa ecuación no tiene solución diferente a la quiebra. Eso en el plano formal. Pero a esta situación hay que sumarle la trama de conspiraciones y conjuras que ocurren alrededor de “colectivos” que ejercen el chantaje, la cooptación e incluso la violencia abierta. Todo esto en ausencia de instancias a las cuales acudir, porque el régimen actúa como un bloque compacto, totalitario, cuya lógica excluyente es precisa: “Todo es posible dentro de la revolución. Nada es posible fuera de la revolución”. En otras palabras, la impunidad es una de las características más preclaras del socialismo del siglo XXI, y la navaja que corta certeramente cualquier intento de empresarialidad.

 

 

 

Entonces ¿Qué se puede hacer? Lo que estamos viendo es la trayectoria del colapso como consecuencia del destruccionismo económico. Vivimos la tragedia de un estatismo desmesurado y voraz que se está engullendo al sistema de mercado venezolano. Cientos de empresas públicas que solo acumulan déficit, millones de empleados públicos que exigen un gasto fiscal insostenible. Y la tragedia que significa el diletantismo con el que se manejan todos los integrantes del gobierno. La consecuencia no puede ser otra que soluciones de muy baja calidad, cuya mejor expresión son las colas, la debacle de los servicios públicos y la hiperinflación. El desorden fiscal, el patrocinar un populismo mágico, el creerse el cuento de que todos los problemas se resuelven a través de misiones y grandes misiones, solo pueden concluir con un país que se degrada constantemente, donde ninguna solución a los problemas resulta fácil, y en donde la paradoja de la estupidez se replica sin solución de continuidad. Me refiero a la paradoja de la estupidez como la sensación indescriptible de estar experimentando una situación contraria a la lógica. Aquí la gente se muere de mengua, la matan por un celular, o decide irse sin saber a dónde. Nada tiene sentido.

 

 

 

El totalitarismo siempre termina enredado en su propia trampa. No cae en cuenta que sin producción no hay ninguna posibilidad de redistribución. Pero no solo eso. No entienden que para producir es indispensable que haya libertad, mercado y propiedad. El socialismo es el traspaso indebido de los medios de producción de manos de la propiedad privada a manos del estado. La aspiración del estado socialista es terminar siendo propietario de todos los medios de producción, para controlarlo todo desde un intento de planificación central que siempre resulta infructuoso. Nada más errático que un plan socialista. Los planes de la nación ni siquiera se cumplen en el plano de sus premisas. No terminan logrando otra cosa que un intervencionismo destructivo que restringe la autonomía y la capacidad de acción de los ciudadanos. Ofrecen lo que saben que es imposible cumplir. Todo termina siendo más costoso. Todo se retarda indebidamente. Todo colapsa tarde o temprano, no importa si son areperas, acerías o empresas petroleras.

 

 

 

Lo único que garantiza el socialismo es el síncope social, luego de haber arruinado al país. Esto ocurre porque a nadie le interesan los resultados del largo plazo. Un burócrata carece del conocimiento, los incentivos y el compromiso para llevar adelante una empresa. El burócrata depende y está asegurado por un presupuesto público, y por la capacidad de endeudamiento irresponsable que tienen los gobiernos. Solamente el propietario tiene interés en producir para vender, y volver a producir, para vender de nuevo. Solamente el propietario corre riesgos, está atento a las innovaciones, las modas y la calidad de servicio. Solamente el propietario asume la soberanía del consumidor. Un burócrata se cree el jefe, pretende la sumisión de los demás, y no le importa ninguna otra cosa que acumular poder. La prueba está en las diferencias radicales entre un establecimiento público y uno privado.  El primero es patético y maltratador. El segundo, por lo general, intenta agradar al consumidor, porque depende de él. Por eso los monopolios son malos, y la competencia es innegociable.

 

 

 

La destrucción del sistema de costos y precios, a través de las leyes del intervencionismo económico, destruyen la posibilidad del cálculo económico. Sin el libre juego de la oferta y la demanda que ocurre en un mercado libre y competitivo, nadie sabe cuanto cuestan las cosas. Es lo que nos ocurre. No hay mercado de divisas, no sabemos cuanto es el precio del dólar. No hay mercado de productos intermedios, no hay mercado de bienes de productos finales. Y por eso mismo no sabemos cuanto cuestan realmente los insumos y productos terminados. Tampoco sabemos cuánto cuesta el trabajo, porque la única referencia es la arbitrariedad del decreto que aumenta el salario mínimo. Por eso, porque no hay cálculo económico posible, es que los socialismos solamente provocan una economía envilecida, que no es buena para nadie. La solución entonces es desterrar el socialismo.

 

Víctor Maldonado C.

@vjmc

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