Chávez o la revolución como tragedia
agosto 2, 2019 9:50 am

 

“…los tiranos se elevan al poder gracias a la ayuda de los pobres o pueblo llano y  su mantenimiento en el poder, depende del deseo que tenga el pueblo de lograr la igualdad de condiciones”. Hannah Arendt

 

¿Qué sería de Venezuela si sobreseída su causa pero golpista siempre Chávez, electo en 1998, hubiera continuado en lo formal con las líneas básicas de la república civil, resumidas como separación de los poderes, Estado de Derecho y procura del consenso social y político? ¿Si además, tuviera que gobernar con los naturales controles propios del Estado constitucional y morigerado por el sistema, aceptara que Pdvsa continuara siendo lo que era, un ejemplo de bien hacer las cosas?

 

 

¿Si el control fiscal se aplicara al elenco de decisiones, programas, proyectos y desarrollos en que se invirtieron cientos de miles de millones de dólares y con ello se conociera, evaluara y ponderara la pertinencia, la calidad y la conveniencia del gasto y no como ocurrió, llenar de opacidades y manipulaciones para no cumplir con las reglas fiscales constitucionales y tampoco con la Ley Orgánica de Administración Financiera o aquella otra del Banco Central de Venezuela por citar algunas nada más y condenarnos al peor de los estadios, al averno económico por excelencia, la depresión con hiperinflación?

 

 

Otra sería Venezuela impajaritablemente hoy en día, distinta pues al Estado fallido, forajido y mísero en que la convirtieron en apenas dos décadas, Chávez y sus espalderos, devenidos en epígonos de una gestión que llamaron revolución y que se recordará, sin hipérbole, “como la de todos los fracasos”.

 

 

No es una apreciación de un crítico como yo, ciudadano de oposición y profesor universitario simplemente. Todas las agencias de seguimiento de Naciones Unidas y ONG especializadas en informes sobre el manejo de la economía pública, son universalmente coincidentes y los números develan contundentes, el irresponsable y mortífero desastre de dispendio y latrocinio que nos presenta, como el país peor gobernado del mundo.

 

 

Se decía que éramos ricos y solo lo parecíamos pero, luego de la hecatombe, tenemos la certeza de necesitar con urgencia la ayuda humanitaria, siendo que se apaga la vida de muchos de nuestros compatriotas entre el hambre, la desnutrición, las endemias, la agresión del hampa y la ilegitimidad por catastrófico desempeño de militares e ideologizados que saquean a diario a la casi catatónica y en todo caso agónica patria de Bolívar, los mediocres, ignaros y cínicos miembros de la piara gobernante mas ruin de la historia de este país, por ellos, desafortunado.

 

 

La afectación de los estultos y la retórica de los resentidos denominaron al experimento como proceso también pero, presuntuosos, la llamaron bonita y se ufanaron de lo que hacían, obviando la constitucionalidad y la legalidad porque “revolución es más que Constitución”. El producto es el hundimiento y, por cierto, no luce extraña la resultante a juzgar por la comparación de numerosas intentonas que culminaron en el caos, otras tantas revoluciones catastróficas para los inocentes, ingenuos y en todo caso víctimas conciudadanos.

 

 

Cabe una pregunta entonces: ¿Son las revoluciones acaso un movimiento temerario, un desafío mortal, un salto al vacío? Se puede decir que la serie de capítulos que la historiografía registra como revolucionarios, a menudo, como antes dijimos, evidencian un giro perverso que se mueve entre la creación de monstruos y la burla cínica de las banderas de las que se reclamaban, sin olvidar la exaltación del peor por vulgar, egoísta, acomplejado y roñoso.

 

 

La libertad, la verdad y la exacerbación de la patria sirvieron para ofrecer, seducir, persuadir a los más necesitados y la secuencia, por el contrario, sojuzgó, despojó, engañó y apuñaló a sus naciones. De allí que De Maistre opinó frente a Condorcet que “la contrarrevolución no será una revolución a la inversa, sino lo contrario a la revolución”.

 

 

Pudiera, aunque levantaría discusiones, afirmarse que escasamente la revolución norteamericana alcanzó sus objetivos de libertad y progreso y todavía exhiben con visible veracidad los logros de una república liberal, con los argumentos que la sostienen y que podemos también reducir a amplias libertades ciudadanas y oportunidades de movilidad social a partir del trabajo como potencia creadora. No son perfectos y abundan las exclusiones y las desigualdades, pero se portan mejor que en otras latitudes que probaron suerte y se estrellaron frente al fiasco y las carnicerías que suele llevar consigo el laboratorio de los cambios violentos, frutos de ideologías recurrentemente perniciosas como el socialismo.

 

 

Los estudios sobre la Revolución francesa muestran que más que el amor a la libertad juzgó mutar el genio de la lámpara hacia la constitución del monstruo horrido del terror. Saint Just el 10 de octubre de 1793 consigue que se decrete que “la revolución durará hasta que se logre la paz, hasta que se eliminen todos los enemigos de la república”.

 

 

Una declaración como la del joven Saint Just parecería suficiente pero ni remotamente fue así, el incorruptible Robespierre echó a andar lo que alguna doctrina llama la teoría del gobierno revolucionario y las semanas y meses siguientes verán decantarse la organización y el discurso hacia posturas radicales de total antagonismo y recrear el sentimiento del gobierno en un insaciable apetito de purificación y punición. Se terminó clamando por la vuelta a la lámpara del genio revolucionario y Napoleón citado por Negri exclamará sin creerlo pero necesitándolo que “la libertad, la igualdad y la propiedad se han asegurado y desde luego, la revolución terminó”.

 

 

Lejos de construir otra sociedad y otro Estado, que sería el objetivo, y recordando a Saint Simon y uno de sus asertos: “Solo se destruye lo que se sustituye”, se apuntó salvajemente a todos, propios y extraños, suspendiendo, sine die, la originalísima propuesta de libertad, igualdad y fraternidad. No lograron cambiar lo que debían ocupados de accionar el equipo de monsieur Joseph Ignace Guillotin, médico y parlamentario al que se debió en buena medida la invención de la guillotina que, por cierto, el destino, cruel, inexorable y ciego había sido mejorada por recomendaciones de Louis XVI.

 

 

En el camino se perdió la revolución, se extravió la moral revolucionaria, se corrompió el espíritu humanista con la que se le nutrió y se instaló, el odio, la amargura, la envidia en el corazón del pueblo en tanto en cuanto sus más distinguidos vástagos, entre vanidades y cálculos se asesinaron entre ellos y especialmente convencieron al mundo de su malignidad, desacreditando además a su discurso y a su romántica epopeya, sin olvidar, a la temida democracia que no por azar pasó XX siglos en un largo eclipse.

 

 

No es de un artículo de prensa abundar más, pero el siglo XX nos mostró las revoluciones como inútiles, sangrientas y grotescas, signadas en común por el horror, el terror y el envilecimiento al extremo de desnudar el lado más obscuro y deletéreo del ser humano. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviética, China, Corea, Camboya, Albania, Cuba son algunos ejemplos de lo que venimos de destacar, pero queda mucha tinta para escribir todavía. Nótese que no incluyo a Alemania ni a Italia porque compartiendo aspectos con las mentadas potencias social totalitarias, parecen encuadrar más precisamente como dictaduras o fascismo. Admito que se puede discutir el asunto, pero no hay espacio para más.

 

 

Las revoluciones, además de potenciar el ejercicio de egolatrías inconmensurables y la venezolana es otra confirmación, añaden a su mezcla otro elemento: apartan, marginan, execran a la política, a la verdad y a la más elemental alteridad, y allí se articula la tragedia que por efecto natural persigue detener el tiempo, impedir a toda costa cualquier disidencia, cualquier verdadera reforma, cualquier revisión porque conculcan, creen ellos, el espíritu del hombre para reformularlo, fabricarlo, modelarlo y convertirlo en una especie de zombie.

 

 

Viene a mi memoria el drama de Antígona, que con desbordante genio nos legó Sófocles, y aprecio dos elementos adicionales que merecen destacarse: de un lado, la imposición sin convicción no es sustentable ni es poder, solo cadenas; y del otro, asumir como normal y suficiente la otredad por cierto fenomenológicamente más común que digna de la vocación ética de la humanidad de Kant, es uno de los peores lodos con los que construye su ruina el ser humano.

 

 

Nelson Chitty La Roche

nchittylaroche@hotmail.com

@nchittylaroche