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Argentina: La urgente necesidad del cambio

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Argentina: La urgente necesidad del cambio

 

Desde hace más de medio siglo hablar de política en Argentina ha pasado en buena medida por ese fenómeno anti-político llamado el peronismo. El próximo domingo 22, el pueblo argentino tiene una gran oportunidad de realizar un cambio que signifique un primer paso importante para abandonar viejos y muy dañinos hábitos, para evitar seguir equivocándose: elegir a Mauricio Macri como presidente, destrozando los planes hegemónicos del kirchnerismo.

 

 

 

Juan Domingo Perón impuso una impronta caudillista particularmente negativa. Dejó como testamento sólo ideas generales con tufo populista, así como un estilo de manejar la cosa pública basada en un clientelismo antológico y ligado a formas más o menos visibles de autoritarismo, con su persona como objeto de culto.  El peronismo se caracteriza por una flexibilidad proteica –de anti-valores, de propuestas, de visiones, de análisis, de modos de acción-, ya que el fin último es explotar la poca memoria de la masa, y poner todo al servicio del caudillo de turno.  Ello aporta la característica de que ningún principio que quede todavía realengo por allí es de importancia a la hora de crear nuevas pero siempre fructíferas capturas del poder. Eso fue lo que entendió un joven Néstor Kirchner, desde su lejana y sureña gobernación de Santa Cruz. Apenas llegar a la presidencia, renovó los hilos del poder peronista para ponerlo al servicio de la construcción de una nueva hegemonía. Y quien al final terminó cobrando y disfrutando fue su viuda Cristina.

 

 

 

En cierta ocasión, hace algunos años, se le solicitó al dueño de un bar llamado “Perón, Perón” que definiera al peronista típico: “Amigo de sus amigos, bueno para los asados, aficionado al fútbol, y sin dominio del inglés”. Al respondérsele que esa sería la definición del argentino promedio, indicó con sorna: ”Claro, el argentino promedio es peronista de corazón”.

 

UNA POTENCIA TORNADA IMPOTENCIA

 

 

En su último artículo (titulado “Argentina: doscientos años de soledad”), el finado periodista y escritor Tomás Eloy Martínez (quien huyendo de amenazas de muerte de grupos de ultraderecha vivió varios años exiliado en Venezuela) afirmaba que su país se había tornado impredecible, todo un enigma.

 

 

Desde la llegada de Perón al poder Argentina ha sido un campo de batalla de facciones –civiles y militares- que se han sucedido, y que han negado sostenidamente cualquier idea que no esté mojada por el tinte autoritario, jerárquico, carismático y clientelar impuesto por el Padre de la Patria Populista. Con cada nuevo caudillo han sufrido tanto el pueblo como las instituciones, ambos olvidados y minuciosamente manipulados.

 

 

Un nuevo peronismo sucede al anterior, frustrante como todos, sembrando de nuevo el optimismo en una masa que ya ha adoptado como una nueva piel los tics explicativos del atraso y del fracaso, cuya culpa siempre la tiene un agente externo, como los Estados Unidos, o los organismos internacionales tipo FMI. Si algo ha producido el peronismo es el hecho renovado de que en un país lleno de callejones sin salida lo malo siempre puede empeorar.

 

 

No siempre fue así: Rubén Darío escribió en 1910 –antes del peronismo, cuando todo apuntaba fabulosamente para el país- un “Canto a la Argentina” con una gran fe en el futuro; la llamaba “la región del Dorado, el paraíso terrestre”. En 2004, Juan Gelman, a su manera le respondería: “Cuando el dolor se parece a un país, se parece a mi país.”

 

 

Se preguntaba Tomás Eloy Martínez, en el artículo mencionado arriba, dónde está ahora Argentina. ¿En qué confín del mundo, centro del atlas, techo del universo? ¿Argentina es una potencia o una impotencia, un destino o un desatino, el cuello del tercer mundo o el rabo del primero?

 

 

Continúa: “Hacia 1928, las estadísticas señalaban que Argentina era superior a Francia en número de automóviles y a Japón en líneas de teléfonos. A fines de 1924, el poeta nacional Leopoldo Lugones proclamó que los militares eran los “últimos aristócratas” del espíritu y les exigió que, espada en mano, ejercieran su “derecho de mejores”, con la ley o sin ella y emprendieran cruzadas para imponer un “orden nuevo”. Las sucesivas cruzadas de los “aristócratas del espíritu” -que culminaron en la guerra de las Malvinas, en los campos de concentración de la dictadura y en los cementerios de desaparecidos-, precipitaron el país en un desastre para el que todavía busca salida.”

 

 

Tomás Eloy concluía su artículo con estas terribles palabras: “Mucha de la infelicidad argentina nace de una lección que la realidad siempre contradice. A los niños se les enseña en las escuelas que son hijos de un país grande acechado por desgracias de las que no es responsable. Nunca le será fácil alcanzar la dicha a un país que cree tener menos de lo que merece y que desde hace décadas imagina que es más de lo que es. “¿Cómo se vive allá, en América Latina?”, me preguntaba un amigo cuando volví del exilio. Argentina no estaba, entonces, en América Latina sino en ninguna parte: ni en el continente al que pertenecía por afinidad geográfica ni en la Europa a la que creía pertenecer por razones de destino. Estaba, como quien dice, en el aire. Lo peor es que cuando tenga que bajar, no sabrá dónde.”

 

 

Votando el domingo 22 por Mauricio Macri no quiere decir que todo se arreglará automáticamente, que el país podrá por fin poner los pies sobre la muy terrena realidad. Eso nunca es verdad. Pero el último siglo argentino ha sido tan trágico, tan erróneo, que el gobierno que simplemente rompa con esa barrena infernal alcanzará un muy necesario logro histórico para el sufrido país sureño.

 

 Marcos Villasmil

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