La usurpación
enero 10, 2019 7:17 am

 

 

El único caso de usurpación del poder en Venezuela contemporánea, después de la desaparición del posgomecismo, es el que ejecuta Nicolás Maduro cuando pretende continuar en la Presidencia de la República a través de una manipulación llevada a cabo por una autoridad ilegítima que condujo un proceso electoral convocado fuera del lapso constitucional y efectuado con ventajas obscenas mientras la inmensa mayoría de la población miraba el proceso desde la lejanía, asqueada y conmovida a la vez.

 

 

Desde la época de la llamada Revolución de Octubre de 1945, la elección de los poderes públicos se ajustó a reglas equitativas que promovieron una consulta de la voluntad popular que no admitía dudas. El golpe de Pérez Jiménez contra el gobierno de Rómulo Gallegos conculcó las ejecutorías cívicas hasta 1958, fecha a partir de la cual se tejió de nuevo el hilo octubrista para fundar un proceso ininterrumpido de pugilatos equilibrados y dignos de respeto en la selección de los primeros mandatarios y de los miembros de los organismos representativos de la sociedad, que se prolongó sin solución de continuidad hasta las arteras maquinaciones que hoy permiten el continuismo de Maduro.

 

 

Quien busque durante la segunda mitad del siglo XX venezolano unas elecciones caracterizadas por la pulcritud absoluta, no las encontrará. No dejaron entonces de aparecer irregularidades, entre ellas especialmente las ventajas que se tomaban los gobiernos de turno en la captación de electores, pero ninguna maniobra monstruosa fue capaz de descalificarlas. Aun con la aparición de máculas relacionadas con la cuenta de los votos y con la suscripción de las actas en la hora de los escrutinios, nuestros procesos electorales llegaron a convertirse en un modelo para las sociedades del vecindario e incluso para los contornos europeos.

 

 

A ese sistema se ató Chávez cuando conquistó el poder, consciente de que solo la bendición que podía concederle un organismo electoral libre de toda sospecha garantizaba el inicio de una administración que pretendía ser radicalmente distinta, en relación con todas las anteriores del período democrático. Precisamente la confianza que manaba de los procederes de ese organismo electoral lo llevó a cambiar a los funcionarios que lo formaban por hombres de su total confianza, para iniciar una mudanza que buscaba el control absoluto de la sociedad y que, desde luego, fue precursora del manejo del sistema de sufragios que ahora conduce al incalificable continuismo de su pupilo y heredero.

 

 

Si el sistema democrático depende de una consulta justa y respetada de la soberanía popular, como está escrito en la Constitución y como se ha establecido en Venezuela a través de una tradición cívica de medio siglo, el continuismo de Maduro es un caso excepcional de prosecución de la autoridad por medios fraudulentos y por mecanismos que hacen de su “elección” lo más parecido a una escaramuza de cuatreros, lo más semejante a un asalto en descampado de encarecidas regulaciones y de la ciudadanía que las respeta.

 

 

Editorial de El Nacional