La unidad, la religión
julio 19, 2014 6:06 am

Desde el principio

 

«Agradeceré busquen siempre las cosas que les unen y dialoguen con serenidad y espíritu de justicia sobre aquellas que les separan» Adolfo Suárez (Agosto de 1969)

 

La unidad contra Marcos Pérez Jiménez era una fe, nadie actuaba contra ella

 

1E l epígrafe recoge una declaración de Adolfo Suárez, el líder principal de aquella transición española que viajó de la cruel dictadura franquista a la generosa democracia. Ese proceso inconcebible operó en forma pacífica y consensuada, no entre viejos amigos sino entre tenaces enemigos, separados no por palabras agrias o calumniosas, sino por la sangre vertida de un millón de víctimas.

 

Pasiones exaltadas, tierras arrasadas, odios diabólicos, religión vs ateísmo, República vs Monarquía, Democracia vs dictadura. ¿Cómo imaginar que líderes republicanos aceptarían la Monarquía o que monárquicos y falangistas se entenderían con comunistas y socialistas? A los escépticos profesionales de Venezuela, siempre inclinados a presumir la mala fe en los demás, hay que recordarles que ninguna denuncia que puedan interponer alcanzará jamás las furiosas cargas anímicas entre las dos Españas. Era una locura imaginar a Santiago Carrillo, jefe del Partido Comunista y perseguido a muerte por el movimiento nacional de Franco, negociando amablemente con Adolfo Suárez, sucesor del generalísimo, caudillo de España por la gracia de Dios.

 

Como también, verlo sumido en tiernos debates para la recuperación del país con Felipe González, jefe de los socialistas peninsulares. El PSOE rechazó hasta lo imposible a don Santiago, a quien nunca perdonó que dividiera a las juventudes socialistas y se pasara con parte de ellas al comunismo.

 

2Suárez, González, Carrillo lograron un consenso para la transición política de España y un profundo acuerdo de saneamiento para rescatar al país de la honda crisis económica en la que se había sumido. Crisis de magnitudes muy pero muy inferiores a las que atormentan a la Venezuela de nuestros días. Asombraba a los españoles que la inflación hubiera superado los dos dígitos, cuando en Venezuela lo ha hecho durante cinco años continuos y no faltan profesionales que teman verla en las proximidades de los tres dígitos.

 

Un millón de muertos devorados por una guerra civil carnicera de casi cuatro años fueron enterrados pacíficamente para que las pasiones cedieran y España alcanzara una paz sólida que le permitió entrar en el mundo desarrollado.

 

Lograr la unidad de España fue una hazaña inolvidable. Cuatro hombres asumieron el liderazgo de esta gran causa: Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo y el rey Juan Carlos I, de la casa Borbón.

 

Había muchos argumentos en contra, centenares de prejuicios acumulados, decenas de declaraciones hirientes que no pudieron entorpecer el gran acuerdo porque sus líderes guardaron la libreta de viejas cuentas por cobrar, desestimaron las declaraciones incongruentes y las acusaciones no probadas. Pusieron en el centro de la mesa el gran objetivo, la gran causa: la unidad y solo la unidad. Sin ella, nada se hubiera obtenido.

 

 

3 No hay nadie ­e incluyo a decenas de intelectuales y miles de militantes del oficialismo- que no se angustie por el insondable pantano en el que yace Venezuela y no comprenda, con sus más y sus menos, que el modelo madurista ha colapsado. El cambio es perentorio. Está en la orden del día. Ha de ser pacífico, unitario y para beneficio de todos más allá de sus banderas.

 

¿PERO CUÁLES SERÍAN SUS PROTAGONISTAS? En el oficialismo pareciera consolidarse una oligarquía militar, más sólida cuanta más dispersión cunda en las fuerzas civiles del poder gobernante. No obstante, es una piel que, como la de Balzac, se contrae sin cesar. En la acera opositora se multiplican las fuerzas y brotan como hongos líderes nuevos. Si fortalecieran su unidad fluirían hacia el liderazgo del cambio. Una responsabilidad honorable que pide superar rencores e incluir todas las corrientes del pentagrama sin intercambio de facturas ni dejación de principios.

 

Resulta incomprensible la turbulencia que le carga las tintas a la MUD, forma quizá incompleta de unidad pero la única hasta ahora existente. Extrajo sus máximas posibilidades en las confrontaciones electorales, incluso las vastas victorias de San Diego y San Cristóbal. Que precisamente cuando se hace posible un cambio democrático varios opositores siembren dudas sobre sus reales intenciones por las coléricas agresiones que intercambian, hace dudar de su capacidad para desempeñar la histórica tarea.

 

Oye, ¿pero tú no sabes que la MUD está negociando con el gobierno? ­No, no lo sé y presumo que tú tampoco, aunque tomes tan a la ligera todo lo que la infame. ¿No te parece extraño que justamente cuando el gobierno está en malas condiciones, se multipliquen los rumores contra la unidad? Sería injusto no ver las favorables señales y actos unitarios que personalidades de las más destacadas han comenzado a proporcionar. Es la razón colocando en su lugar la pasión, sin prescindir de ella.

 

Tenemos que centrarnos en lo que nos une, como muy bien subrayó Adolfo Suárez. De haberse engolfado en morbosos pases de cuentas viejas o nuevas, jamás se hubiera conseguido el monumental éxito español.

 

La democracia equivale a diversidad.

 

No se piden renuncias ideológicas ni pensamientos únicos. Es natural la competencia por el liderazgo respetando el voto primario y sin ensuciar reputaciones. Prevalecerán los líderes que se identifiquen con la unidad. Sólo ellos.

 

El 23 de enero de 1958 fue posible por la unidad granítica construida por partidos hasta poco antes ferozmente enfrentados.

 

Comprendieron que el éxito pedía unificar las fuerzas contra quien no toleraba debates civilizados.

 

Lo recuerdo bien. Los coléricos fueron desplazados por la unidad. Nadie movía una hoja contra ella. Era una fe. Era una religión, la religión de la unidad.

 

Créanme, sólo así se puede.

 

Américo Martin