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La revolución de los flojos

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La revolución de los flojos


 
 Si algo caracteriza a los grandes movimientos revolucionarios que han conmovido y posteriormente destrozado a sus martirizados países es el afán de transformarlo todo. Estas “hazañas revolucionarias” exigían jornadas que abolían el descanso reponedor y justo para la recuperación de la fuerza de trabajo.

 

 

Los objetivos de la revolución que encabezaba Vladímir Lenin en la antigua tierra de los zares solo podían ser alcanzados en la misma medida en que los trabajadores pudieran ser usados intensamente como mano de obra escasamente remunerada. Para ello había que apelar a los reconocimientos oficiales más cínicos e hipócritas, a través de campañas de propaganda orientadas a crear “héroes del trabajo”, anémicos obreros que eran empujados a competir entre sí hasta el último esfuerzo, elevados a la categoría de ejemplos supremos con la adrenalina comunista que se les inyectaba desde los aparatos de propaganda del Kremlin.

 

 

Un ejemplo de ello fue el archiconocido Stajánov, obrero de una mina que “el 31 de agosto logró recolectar en una sola jornada 102 toneladas (¿?) de carbón”. Desde ese día fue convertido y paseado por la Unión Soviética como un ejemplo para los millones de aspirantes a esclavos incansables de la revolución.

 

 

Si Carlos Marx fue el campeón de la flojera y desde luego el más grande despreciador de la igualdad de la mujer y de la cooperación en la crianza de sus propios hijos, no dejemos en el olvido al resto de los marxistas revolucionarios que, enarbolando su misión sagrada, jamás se ocuparon ni de las trabajadoras ni mucho menos de los derechos del inmenso resto de las mujeres y sus hijos. Las dejaron en el basurero de la historia.

 

 

Todo esto viene al caso porque ahora los bolivarianos no tratan de motivar el trabajo a favor de la revolución sino que decretan, de acuerdo con la flojera legendaria que padece el “máximo líder”, días no laborables a montón como si el país no estuviera en ruinas y no necesitara de inmediato el esfuerzo colectivo (no coercitivo) de los venezolanos que están aquí a la espera de una recuperación de lo que fue Venezuela antes de Chávez y de Maduro.

 

 

Que la actividad laboral en Venezuela dependa de una flojera institucional decretada por Maduro nos indica claramente que este burócrata no es, ni de lejos, el hombre que puede levantar con ánimo suficiente una nueva Venezuela reconstruida con esfuerzo, sudor y entrega total.

 

 

Imaginemos a Maduro una mañana mientras se despereza, mira su reloj y pide misericordia porque aún no es mediodía, su hora preferida. Con un susurro pide un café y logra levantarse luego de grandes esfuerzos físicos, todo sea por el bien de la patria.

 

 

Pero tras esa comodidad los niños mueren en los hospitales, los ancianos se arrastran para cobrar la pensión y la gente no logra desplazarse hacia sus trabajos porque el Metro no funciona, las busetas exigen un aumento del pasaje y no se detienen en las paradas, los bancos cada día entregan menos dinero a los clientes, los precios de los alimentos se elevan al cielo y la policía sube la tarifa de sus extorsiones.

 

 

No albergamos duda alguna de que Maduro es un lector permanente de El derecho a la pereza, que debe ser su libro de cabecera, cuyo autor casualmente se casó con una hija de Karl Marx. Tal para cual. Nuestra tragedia tiene no solo una flojera rojita sino un exceso de desprecio y desamparo por el ciudadano que nada tiene y que todo merece.

 

Editorial de El Nacional

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