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La calima comunicacional

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La calima comunicacional


 La calima que rodea Caracas y sus alrededores no solo nos impide ver el mar del litoral central, sino el de la infinita pobreza, el abandono y la miseria en que la cínica revolución bolivariana mantiene a millones de venezolanos en los cerros y barriadas, a pesar de  que cuando llegaron al poder el país contaba con jugosas y suficientes reservas en el Banco Central de Venezuela.

 

 

El país tenía  acceso a fuentes de crédito internacional disponibles más o menos inmediatas, la deuda externa era manejable en términos admisibles y no caníbales, y por si fuera poco, la industria petrolera funcionaba con sus más y sus menos, pero en manos de gente experta y curtida en el transcurso de prolongadas experiencias, amargas y duras en ciertos momentos que todos conocemos.

 

 

El petróleo daba para vivir y para mucho más, desde una red amplísima de vía de comunicación al servicio de todos los sectores sociales hasta una infraestructura hospitalaria y educativa que elevó y distribuyó sus bondades entre los jóvenes sin recursos que llegaban desde el interior a formarse en las aulas de las universidades gratuitas (hoy destruidas y abandonadas), o para recibir atención médica de calidad en hospitales públicos hoy en ruinas.

 

 

Los  hospitales estaban enfocados en la población de menores recursos y, en especial, los ancianos y desempleados. Vale traer a la memoria que allí prestaban servicios reputados profesores de las facultades de Medicina que, de paso, ejercían aparte y en otros horarios en clínicas particulares.

 

 

Agréguese a ello que los estudiantes de Medicina cumplían, en sus últimos años de formación, con pasantías y guardias en los hospitales y, para más, debían completar su formación con pasantías rurales en pueblos aislados y comunidades de difícil acceso terrestre y de conexión telefónica nula o intermitente.

 

 

Y no cobraban en dólares, como el nauseabundo negocio mundial que montó Fidel Castro. En Venezuela existía un  programa de “medicaturas rurales”, pero este régimen no solo impidió ampliarlo sino que se empeñó en importar un costoso modelo cubano disfuncional tanto por la falta de medicinas, luz y electricidad local, como por la enorme deserción en cadena de médicos cubanos desde Venezuela hacia Estados Unidos.

 

 

En la denostada cuarta república, el equipo especializado y de apoyo (que no solo es de enfermería) se formaba en escuelas que se regían por los mismos cánones y filtros de las universidades públicas venezolanas.

 

 

Demás está decir que, entre otras opciones, también estaban las de acudir a los seguros privados que se contrataban de común acuerdo entre las empresas, sus trabajadores y empleados para que nadie quedara a la intemperie ante una súbita desgracia de salud.

 

 

Hoy, por negligencia del régimen, las aseguradoras privadas han sido llevadas a la ruina (no sobrevive ninguna) ya que el bolívar como moneda fue convertido vilmente en un papel que ni siquiera merece el esfuerzo de agacharse a recogerlo del suelo para cancelar el pasaje del transporte colectivo.

 

 

Hasta el Seguro Social que, aún en tiempos del general Rotondaro, hoy exiliado y acusado, era capaz de entregar gratuitamente medicamentos carísimos contra el cáncer y otros padecimientos mediante una simple inscripción en una taquilla ad hoc, hoy se arrastra lentamente para ayudar a quienes poseen el carnecito de la patria –ya no “Carnet de la Patria” en mayúsculas–, porque a través de ese cartoncito sellado apenas se reciben limosnas a cambio de fidelidad política o electoral.

 

 

Habiéndose creado como una forma bolivariana de filantropía (¡revolucionaria!) el carnecito devino en un instrumento brutal usado para establecer un monstruoso apartheid  latinoamericano que, al igual de lo que ocurría en Suráfrica, concede privilegios (usando el presupuesto nacional para fines políticos particulares) a determinados sectores que creen o hacen creer (viveza criolla) a sus “benefactores” que les profesan lealtad sin límites.

 

 

Queda claro que es a través de esos vasos comunicantes que se nutre y extiende la calima que cubre o encubre la realidad cruda y desnuda sobre los alcances reales de la pandemia del coronavirus (covid-19) en Venezuela, y que la usa el régimen para mantener bajo una dieta informativa al resto de la población.

 

 

No es la censura pura y dura porque ya hemos estado viviendo cercados por ella todos estos años, sino que ahora practican lo que en cualquier aparato de inteligencia es enseñado en sus primeros días de clases: lo importante y fundamental de la tarea consiste en la desinformación.

 

 

Sin ella y sin el caos y el temor que esa ausencia de verdad o de la incertidumbre que ella provoca, no es posible jamás el control social y político en situaciones de crisis de amplio espectro: China, Rusia, Corea del Norte, Irán, Cuba, etcétera, son algunos de los ejemplos, y en nuestra empobrecida nación, en este oscuro mar de la infelicidad, también está presente.

 

 

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