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Fusiles hambrientos

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Fusiles hambrientos


 
 
Todos mantenemos a diario el sueño de volver a construir una democracia que detenga este caos en el que vivimos desde aquel día en que, como ciegos sin bastón, caímos en este hueco sin fondo que alguien nos vendió como la solución a todos nuestros males. En verdad, el bipartidismo no daba para más, sus tumores estaban a la vista, la cura no parecía estar en las manos de nadie y la profunda división entre los venezolanos sobre la ruta para evitar que el barco se hundiera no ayudaba en nada a salvar lo que era posible salvar.

 

 

No era para nada una situación inédita en la historia de Venezuela, como tampoco lo era la aparición de un salvador de la patria que sería en poco tiempo cualquier cosa menos un “salvador de la patria”. Apostar por un militar como la solución a nuestros problemas tan complejos y difíciles era lo más parecido a pedirle prestada la bomba atómica a Estados Unidos para acabar con el paludismo en nuestros pueblos campesinos del interior de la república.

 

 

La esperanza cuando se basa en la locura de una noche inquieta siempre termina en una pesadilla que se prolonga durante todos los días. De esas pesadillas nacieron estos días que amargan cada uno de estos años que terminan cada diciembre y que se prolongarán quizás con más amargura en el enero próximo.

 

 

¿Significa esto que todo está perdido, que debemos acostumbrarnos a la derrota de la democracia, de la libertad y al imperio de la justicia y de la ley? Si una dictadura puede durar tanto como en Cuba, también es cierto que una democracia puede perdurar y seguir con vida a pesar de las guerras, de las ganas imposibles de sus gobernantes por perpetuarse y de las trampas que algunos intentan para engañar a los ciudadanos. Lo cierto es que las democracias pueden caer, pero de la misma manera conservan su capacidad de levantarse y juzgar y condenar a sus tiranos.

 
 

No de otra manera puede interpretarse el terror que los dictadores sienten y padecen cuando escuchan los gritos de libertad que salen de los labios y las gargantas de los ciudadanos. De inmediato buscan armar a sus seguidores, ordenan entregar fusiles a seres humanos anémicos, vencidos por el hambre y que cambian su necesidad de alimentarse por un disfraz de militar que, a simple vista, se les nota más que holgados, con mucha tela sobrante, sin orgullo militar y sin mirar al frente con la dignidad de un soldado dispuesto a pelear e inmolarse por la revolución.

 

 

Anunciar o mejor dicho amenazar con armar a millares de venezolanos cuya condición física y anímica es deplorable resulta una burla que no debe ser perdonada, porque quien así lo anuncia es un personaje que tiene en sus manos toda la información que indica, sin ningún género de dudas, que el pueblo venezolano, valga decir el ciudadano de a pie, apenas sobrevive miserablemente y haciendo grandes esfuerzos para que le rinda el salario y la caja de comida que le lanzan como a unos leones en el zoológico. Este maltrato innecesario e insensato no obedece a una necesidad de crear un adhesivo social, ideológico o político en función del avance de la revolución bolivariana (que, por otra parte, ya no es ni revolución ni bolivariana) sino a una manera de los propios jefes de protegerse y de continuar en su modo de vida de confort.

 

 

¿Pueden los sastres que fabrican los uniformes de la milicia “armada” adaptarse a las medidas reducidas de los venezolanos que hoy produce la revolución bolivariana? O tal vez deberíamos formularnos la interrogante a la inversa, es decir, ¿pueden concebir los macro uniformes de los generales que exigen kilómetros de telas y charreteras, amén de otros adminículos que van acompañados en el empeño de verse imponentes, sin enredarse entre tanto material comprado en China para confeccionar los de los milicianos hambrientos? Por lo visto la revolución bolivariana ha pasado de ser un problema de desastre a un problema de sastre.

 

 

Editorial de El Nacional

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