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Fantasmas en Washington

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Fantasmas en Washington

 

 

Estados Unidos es un país adicto a los discursos presidenciales y es tierra fértil para quienes se dedican al oficio de escribir para que otras voces más importantes los digan y otros los retengan en su memoria. Son famosos y jóvenes en sus esperanzas los discursos de John F. Kennedy, como a su vez lo fueron los de Roosevelt y los sencillos y rurales de Truman al advertir los nuevos peligros que cercarían a los estadounidenses con el fin de la segunda guerra y el crecimiento desmedido del comunismo ruso.

 

 

 

Por su parte, a Lyndon B. Johnson le tocó despojarse de su machismo texano y soltar un par de lágrimas al reconocer que la guerra de Vietnam no sólo estaba perdida, sino que los esplendores imperiales de Estados Unidos estaban siendo alcanzados por las sombras de la historia.

 

 

 

Richard Nixon siempre fue una caricatura indescifrable de sí mismo, y le daba igual lo que decía porque como buen truhán nunca le pasó por la cabeza dejar que el otro ganara su partida de naipes. Pasará a la historia no por sus palabras sino por sus infinitos ardides de abogado especializado en meter zancadillas incluso hasta cuando estaba dormido.

 

 

 

Sobre la familia Bush es mejor no referirse porque era proverbial que de cada dos líneas que leían, se equivocaban en las dos siguientes. De Reagan debe decirse que contaba con ventaja porque su experiencia como actor le permitía un mejor dominio de la escena, pero su rostro pétreo poco le ayudaba, al punto de que cuando decía sus discursos las frases surgían con la simetría de una cinta grabada que giraba desde la garganta hasta su estómago.

 

 

 

Claro que no hay que devanarse mucho los sesos para entender que tanto Bill Clinton como Barack Obama en su discursear presidencial fueron dos estrellas especiales y cambiaron la mecánica del programa de principio a fin. Quienes les antecedieron y quien viene hoy a reemplazarlo corren muy atrás de este par de genios de la política hablada y actuada, con esa naturalidad que no era natural ni estudiada sino ensayada y luego enriquecida cuando el discurso entraba en calor y se metían bien adentro del personaje que realmente eran.

 

 

 

Estos dos presidentes estadounidenses convirtieron sus mandatos no en espectáculos sino, al contrario, transformaron los viejos shows en realidades en las cuales no había decorados de cartón. La sonrisa ampliamente verdadera de Bill Clinton, su costumbre de apelar a un chiste o una frase brillante para atrapar a su auditorio y luego soltar la parte dura acompañada de una reflexión seria, creó un estilo difícil de imitar.

 

 

 

A Obama se le reconoce, sin mezquindad alguna, que le devolvió a la Casa Blanca la sinceridad de la vida doméstica de un presidente, lo real, lo sencillo y lo maravilloso del poder incluso en la intimidad, la vulnerabilidad de cualquier ser humano a quien le encargan dirigir una parte del mundo y seguir siendo él mismo, junto a su mujer y sus hijas, pero a la vez cercado por fuerzas que lo empuja a ser un guerrero que no quiere ser.

 

 

 

Estos son algunos de los fantasmas que siguen habitando la Casa Blanca y que reciben ahora a Donald Trump, alguien que no parece ser un presidente sino un alumno indisciplinado, caprichoso e inmaduro.

 

 

 

Editorial de El Nacional

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