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Estado de guerra en el suroeste de Caracas: lucha de poder por el control social

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Estado de guerra en el suroeste de Caracas: lucha de poder por el control social

   

 
 El conflicto armado que se registra esta semana en Caracas, nuevamente no es una excepción, sino la caja de resonancia de lo que ocurre en todo el país. De las 22 parroquias del municipio Libertador, 9 están afectadas por esta situación y en 7 de ellas la población civil se encuentra en medio del fuego cruzado, en un escenario bélico que la coloca en situación de alta vulnerabilidad y desamparo, al filo de la vida y la muerte.

 

 

En otras zonas del municipio no se han evidenciado confrontaciones abiertas de alto calibre como la que se está viviendo en el suroeste de la capital, pero muchas de esas parroquias también se encuentran bajo el control de las armas, como es el caso del 23 de Enero y sectores de la parroquia Sucre de Catia, gobernados por los llamados colectivos –grupos armados aliados al gobierno que imponen discrecionalmente su ley, al margen de la Constitución–.

 

 

Esta violencia armada es el ejercicio de una minoría con poder de fuego y vocación de control de territorios, población y economía. Las confrontaciones en La Vega y zonas vecinas se vienen dando, supuestamente, entre megabandas delincuenciales organizadas versus la alianza fuerza pública-colectivos, todo en localidades densamente pobladas cuyos habitantes han sido convertidos en escudos humanos. Recordemos la lamentable masacre de La Vega, ocurrida el 8 de enero, en la que murieron 23 personas, en su mayoría jóvenes, y aún sin investigación abierta por parte de la Fiscalía.

 

 

La situación tuvo su matriz en las barriadas aledañas a la Cota 905, arteria vial que comunica las parroquias La Vega, El Paraíso y Santa Rosalía (Cementerio) y que colinda con importantes cordones de sectores populares y urbanizaciones de clase media. Hace ocho años, el gobierno implementó una política de «reinserción» de las bandas delictivas con el fin de crear las llamadas zonas de paz,  por lo que les cedió unilateralmente, sin consultar a las comunidades, algunos territorios, entre ellos la Cota 905. «En 2013, el gobierno se sentó a dialogar con cientos de bandas para impulsar un proceso de desarme y reinserción social de los delincuentes. A cargo del entonces viceministro del Interior José Vicente Rangel Ávalos, las conversaciones les exigían a las pandillas dejar la delincuencia y desmovilizarse. A cambio, el gobierno les proveería empleo e insumos para la producción. Rangel –hijo del exvicepresidente José Vicente Rangel– dijo que se reunió con 280 bandas y declaró en la televisión pública algunas de estas zonas como ‘territorios de paz» [1], reseñó la BBC en un reportaje publicado en 2015, en el que se mencionaba el efecto pernicioso de esta estrategia gubernamental. «Las negociaciones les dieron a las bandas control de las zonas y les permitió ganar más poder del que ya tenían», dijo el entonces director de la Policía de Miranda, Elisio Guzmán, hoy fallecido.

 

 

Y es que tras esta decisión, en las llamadas zonas de paz, se produjo una consolidación del poder de las bandas y, dado que todo poder tiene vocación de expansión, el mismo entró en conflicto con otros actores como los colectivos, también con vocación de control social, territorial y económico. Esta violencia se ha expandido hacia el suroeste de la ciudad afectando a las parroquias La Vega, Santa Rosalía, Valle y Coche y, de igual modo, hacia el centro, específicamente las parroquias El Paraíso, Santa Teresa (Quinta Crespo), San Agustín y San Juan (avenida San Martin). En todos estos sitios, hasta ahora el control ha estado en manos de los colectivos armados, visiblemente afectos al gobierno.

 

 

Pareciera no ser casual que estas confrontaciones ocurran en la zona suroeste del municipio Libertador, pues este comunica a la Gran Caracas con los estados centrales, los Llanos, los Andes y el occidente del país, representando, por tanto, el corredor más estratégico. Al parecer, todo apunta a un control, no solo de territorio y población sino, también, del área de flujo económico más importante, por donde pasa gran parte del alimento y combustible que se consume en la capital.

 

 

Reiteramos que esta violencia es reflejo de lo que está sucediendo a lo largo y ancho del territorio nacional, no es un hecho aislado. En otros estados, especialmente los fronterizos, esta lucha de poder es de vieja data, aunque invisibilizada por el control y censura de los medios de comunicación, dada la política de “hegemonía comunicacional” por parte del Estado.

 

 

Lo más surrealista de los sucesos de estos días es que están ocurriendo a pocos kilómetros del Palacio de Miraflores, símbolo del poder político, y también en los alrededores de Fuerte Tiuna, emblema del poder militar del país. Además, se registraron justo el 7 de julio, cuando el presidente Nicolás Maduro designó al nuevo alto mando castrense con la finalidad, según sus propias palabras, de «meterle nueva energía a todos los planes de defensa territorial de desarrollo de las regiones de defensa integral y desarrollo de las zonas de defensa integral (para) reventarle los dientes al imperialismo y a la oligarquía colombiana si osan algún día atacar” [2], un discurso ideológico y cargado con teorías conspirativas, incapaz de interpretar la situación de emergencia humanitaria y de terror que vive la gran mayoría de los venezolanos, sometida a la violencia del deterioro sistémico de las condiciones de vida y, ahora, a los daños que ocasiona una confrontación bélica que introduce la inseguridad y la zozobra en la propia casa. En este sentido, son dolorosos los testimonios de familias que se han tenido que refugiar en el baño o debajo de la cama para resguardarse de una bala perdida.

 

 

Por otro lado, no deja también de llamar la atención que este conflicto, visiblemente generalizado, ocurra en un contexto preelectoral, en el que se engrasan los motores para los comicios regionales y municipales y, tal vez, se pretenda crear un escenario tan caótico que desmovilice a los electores y, también, a los candidatos con opción de triunfo porque ¿quién se atreverá a gobernar un municipio fragmentado, controlado por grupos armados de distintos intereses y en abierta guerra por el territorio y el control social de la población? También podría ser que, ante la inminente imposición inconstitucional de la Ley de Ciudades Comunales, los grupos armados de diversa índole se han propuesto mostrar su poder de fuego y control, tomando en cuenta el nuevo orden territorial propuesto por el Ejecutivo y avalado por la Asamblea Nacional roja rojita.

 

 

Este escenario de guerra ha hecho que la ciudad de Caracas, que estaba siendo lugar de recepción de desplazados por la violencia provenientes de zonas como Barlovento, Valles del Tuy y poblaciones de Aragua y Carabobo, sea hoy territorio de expulsión y generador de desplazamientos internos. Incluso, no nos extraña que, tras todos estos sucesos, se incrementen de manera exponencial los flujos de migración forzada hacia otros países, en medio del repunte de covid-19.

 

 

En este contexto, líderes de la sociedad civil y comunidades cristianas celebraron el domingo 4 de Julio, en El Paraíso, la misa por la vida, la cual contó con la participación de habitantes de El Paraíso, La Vega, Montalbán y otros sectores de Caracas, con el objetivo de llevar un mensaje de esperanza en medio de tanta violencia y muerte, porque “bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9).

 

 

Aunque esta semana se ha agudizado la situación, como Iglesia seguiremos con nuestras acciones de paz, confiados en aquel que nos dice “yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), porque estamos convencidos de que debemos “vencer el mal a fuerza de bien” (Rm 12, 21) y de que no tenemos otro camino que la palabra y la praxis pacífica, única manera de superar el pecado institucional y social que tanto daño nos está haciendo y responder a tantas madres que se levantan diariamente en vilo con el temor de ver a sus hijos crecer en medio de la violencia y, al mismo tiempo, con la esperanza y el deber de hacer posible el derecho de vivir en paz.

 

 

Alfredo Infante s.j.

 

Editorial de El Nacional

 

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