El Congreso Nacional ha sido uno de los poderes republicanos más atacados en Venezuela a través del tiempo. Fue destruido a sangre y fuego en los furores de la Guerra a Muerte, fue ninguneado en Cariaco y, ya constituido el Estado nacional, condenado a la violencia de Monagas cuando quiso levantar la voz contra el autoritarismo. En adelante, en lo que resta del siglo XIX, queda sometido a las agallas de Guzmán Blanco y los intereses de Joaquín Crespo, en el aparente papel de juguete dócil de los personalismos.
Pero papel de juguete solo aparente, conviene machacar, porque, en la mayoría de las épocas de la política nacional, en su seno se celebraron debates memorables en defensa de la cohabitación democrática y se redactaron códigos fundamentales para la modernización de la sociedad. De allí que no se pueda valorar le evolución de los progresos de la nación sin fijar la vista en una cadena de admirables sesiones de los representantes del pueblo, capaces de tejer el hilo de la república y de servirle de modelo a nuestros días.
No hay Historia de Venezuela sin detenerse con admiración en los debates del Congreso de Angostura, en las alturas del Congreso de Cúcuta, en las refriegas agónicas de la Convención de Ocaña, en las polémicas creadoras de la reunión Constituyente de 1830, en la luces parlamentarias durante el paecismo y en cómo los representantes del pueblo trataron de sobrevivir después, a pesar de las presiones del autoritarismo, no pocas veces feroces y desenfrenadas.
Como no tienen armas ni presupuesto frondoso, como no dependen de una sola voluntad sino de un coro de voces, como nadie brilla a solas en sus tribunas, la subestimación del trabajo de nuestros Congresos ha sido moneda corriente. Los fabricantes de héroes no los han buscado en sus curules, sino en los campos de batalla; no han justipreciado el trabajo de los próceres civiles sino, de preferencia, el paso de los que llevan espadas y charreteras. De allí que no se advierta lo que han pesado de veras en la arquitectura de la república, aunque haya sido inmensa su contribución. De allí que convenga afirmar, sin espacio para las dudas, que lo que hoy salga de valioso y de ejemplar en la AN de la actualidad acosada por la hostilidad de un régimen bananero, encuentra origen en las esforzadas luchas de los Parlamentos anteriores contra el personalismo y ante el antirrepublicanismo que pretendieron borrarlos de la faz de la tierra, o convertirlos en parodias.
El parlamentarismo llamado a convertirse hoy en la salvación de los principios republicanos y en la resurrección del civismo colectivo se debe al trabajo de sus antecesores habitualmente menospreciados, que acabamos de esbozar, pero especialmente a dos lapsos de actividad congresional que han sido esenciales para nuestra historia contemporánea: la Constituyente de 1946 y las faenas parlamentarias que se llevan a cabo sin solución de continuidad después de 1958, gracias a las cuales Venezuela asciende a cúspides de compromiso con el bien común a través del respeto de la heterogeneidad de las interpretaciones de los voceros políticos y a cómo se mantuvieron en la palestra por el solo hecho de manar de la voluntad popular.
Lo que ahora hace por Venezuela la AN controlada por la oposición encuentra sus raíces en esas epopeyas que generalmente ignoramos, en ese heroísmo de las ideas y de la retórica de elevada escala al cual poco se ha acercado nuestra sociedad encandilada por los personalismos o atemorizada por las dictaduras. Si valoramos el papel de ese civilismo del escaño y de los discursos dignos de encomio, si pensamos en la valentía que no los condenó al silencio, seguiremos con el entusiasmo correspondiente los pasos y los hechos de la AN opuesta hoy frontalmente a la usurpación.
Editorial de El Nacional
