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El miedo a la verdad

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El miedo a la verdad



 
En mapa dibujado por un espía, el libro que el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante escondió durante años y destinó a ser publicado luego de su muerte, es posible armar pacientemente y con horror los pasos que luego Venezuela ha vivido desde el triunfo electoral de Hugo Chávez hasta esta crucifixión dictatorial que hoy sigue avanzando lentamente, pero ¡ay! a pasos agigantados hacia su precipicio.

 

 

Cabrera Infante vuelve a La Habana, desde Bruselas, Bélgica (donde ejercía como agregado cultural) debido a la muerte de su madre, y hace el viaje inverso a la realidad que conoció y relató en su novela Tres tristes tigres, Premio Biblioteca Breve, en aquella Cataluña que adoraba el castellano y que hacía fluir galeones de dólares hacia Barcelona por el boom de nuestros escritores latinoamericanos.

 

 

Pero lo que interesa a los venezolanos de hoy es aquella atmósfera, inquietante y decisiva que avanzaba o reptaba entre los cubanos, en sus cargos oficiales y en sus oficinas, y en sus propios hogares, y que era nada más y nada menos que un miedo a la verdad, a decirla, a publicarla y hasta confesarla en silencio. ¿Es necesario decir abiertamente que estamos viviendo aquí esas mismas horas, esos mismos terrores y padeciendo iguales castigos por cumplir con el deber cívico de alertar (léase bien, apenas alertar) a la población acerca de los peligros que nos acechan a la vuelta de la esquina?

 

 

Son tan débiles o nulos los argumentos del régimen ante algún espacio o resquicio para la verdad que, como un curtido cowboy de las películas norteamericanas del viejo oeste, de inmediato llevan sus manos a las cartucheras para desenfundar la única razón que su escasez de meninges les indica, el arma de fuego, el temor que ella infunde entre los parroquianos o ante sus adversarios.

 

 

Es innecesario advertir que las reacciones de tanta violencia ante los voluntariosos anuncios de una verdad, sostenida por lo demás en el conocimiento juicioso y la experiencia científica, indican a las claras no solo el temor a la verdad sino a su difusión en público, a la ruptura del monopolio de la información que ejercen dictatorial y torpemente.

 

 

De tal torpeza da cuenta y precisión el simple hecho de apelar a sus colectivas “redes del terror”, a las que en otros tiempos en el Chicago de Al Capone, en los años de la ley seca en Estados Unidos (qué casualidad, la misma que priva hoy aquí) se adueñaban de las calles y convivían monetariamente con los jefes corruptos de las policías.

 

 

El temor a la verdad no es, en caso alguno, signo de un poder definitivo ni de la permanencia inevitable de un régimen político, esa utopía derrotada por la historia. Es la advertencia de que la hegemonía que se ejerce sobre una sociedad es transitoria, que su fragilidad la hace compulsivamente dependiente de los integrantes de sus policías secretas, de sus encapuchadas actuaciones, a cualquier hora y contra cualquier ciudadano o comunidad de la cual se sospeche, o se anticipe un gesto, un simple acto que se salga del guion oficial.

 

 

La amenaza pública o el anuncio de las actuaciones posibles de estas redes de terror son un índice de la fragilidad del propio régimen, de su temor a perder el control social que los mantiene en el poder, de su inalcanzable ideal de totalitarismo.

 

 

A la vez indica a las claras la pesadilla incesante que los desvela, el final de la película, las últimas páginas de un libro que un país diferente está escribiendo, entre errores y derrotas e impaciencias, pero que no se detiene y avanza por la voluntad democrática que no nos abandona.

 

 

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