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Aislamiento, último capítulo de la dictadura

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Aislamiento, último capítulo de la dictadura

Lo que ocurrió el pasado 26 de septiembre, durante la sesión número 73 de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, tiene una significación que no deja lugar a dudas: 95% de las sillas permanecieron vacías durante el discurso de Nicolás Maduro. Los representantes de la inmensa mayoría de los países no se presentaron o abandonaron la sala antes de que comenzara a hablar. Habían recibido instrucciones claras de sus gobiernos respectivos: hacer patente que no tienen disposición ni tiempo, ni encuentran beneficio alguno en escuchar las mentiras del dictador. Además de los coordinadores de sonido, iluminación y protocolo, los escasos diplomáticos que se quedaron fueron los representantes de Estados fallidos o delincuentes. Casi la mitad aprovechó para dormir mientras Maduro hablaba.

 

 

 

En términos de la diplomacia, el mensaje fue inequívoco: profundizar el aislamiento de la dictadura, evitar que, en cualquier escenario, se utilicen las cortesías propias de los intercambios diplomáticos para la propaganda de un poder que viola los derechos humanos, que mata a dirigentes opositores, que tortura y mantiene presos políticos. En pocas palabras: los países expresaron un nítido mensaje de rechazo y aislamiento hacia un gobierno canalla y delincuente.

 

 

 

Pero ese creciente aislamiento internacional no es único ni excepcional. Al contrario, es la otra cara de la moneda de un poder que está cada vez más cercado en lo interno, más encerrado en sí mismo, enclaustrado en su locura. Debo repetir esto: se trata de un gobierno totalmente desconectado del país. Ministros y otros altos funcionarios han desarrollado una especialidad, cada vez más extendida, que consiste en fabricar informes llenos de falsedades, que sirven para ocultar (ocultarse a ellos mismos) el gravísimo estado de cosas que están ocurriendo en Venezuela. Es una práctica, un consenso interno, que se sintetiza en la fórmula “todos mienten y todos nos mentimos entre nosotros”.

 

 

 

Esa atmósfera de cifras falsas, de soluciones imposibles, de programas que no existen, de operativos que no se concretan, de encuestas que se fabrican en un escritorio, de permanente palabrerío despojado de contenido, es el sustrato, el alimento de un propósito, que evidentemente se ha logrado: hacer posible que el poder viva en total estado de indiferencia con respecto a los problemas de la gente. La técnica ha funcionado: nada les importa. No hay sufrimiento que les conmueva. Sus preocupaciones son otras: si los cargamentos habrán llegado a su destino, si los dólares siguen a buen recaudo en paraísos fiscales o en bancos de naciones opacas, si los proveedores ya depositaron las comisiones acordadas. Comisionistas e intermediarios en Colombia, Arabia Saudita o Turquía son los principales vínculos del poder con el mundo exterior.

 

 

 

Ese aislamiento se alimenta de otro factor cada vez más decisivo: el miedo. Ese miedo es alimentado a diario por informes de distinto origen, que alertan de peligros y conspiraciones que no existen. Es un síndrome de los regímenes a punto de colapso, el de atiborrarse de historias de fantasmas, rumores, reportes absurdos. La sensación de final provoca alucinaciones. Los reportajes que se han publicado sobre los últimos días de las dictaduras de Nicolás Ceaucescu y de Muamar el Gadafi coinciden en esto: los dictadores vivían aterrorizados y aislados. Porque ese es el destino de todas las dictaduras: aislarse en sus miedos, masticar el odio hacia sus respectivas sociedades.

 

 

 

Se equivocan quienes piensen que Maduro y otros dictadores son víctimas de sus colaboradores. Al contrario: son los protagonistas de los sistemas que han creado. En el caso venezolano, hay que añadir un factor: la ignorancia promedio de sus miembros. Ignorantes y aislados dicen sí a las propuestas más dislocadas: crear una moneda imposible con el nombre ridículo de petro; aumentar los salarios de forma desproporcionada, sin que ello haya producido solución alguna que no sea la de disparar todavía más la hiperinflación; destruir la viabilidad de los contratos colectivos, lo que ya está causando el cierre de empresas y el crecimiento del desempleo y la miseria; pedir préstamos a China y Rusia, que no han cumplido con los trámites previstos en la Constitución y las leyes, cuyo cumplimiento es cada vez más improbable.

 

 

 

Aislado de un Sebin que se ha vuelto una institución autónoma y omnipotente que tiene la potestad de matar con absoluta impunidad y que, además, cuenta con el beneficio de la complicidad del fiscal. Aislado de la hirviente realidad de los cuarteles, donde el hartazgo se respira en la atmósfera, pero próximo a las voces susurrantes que dicen “no pasa nada, lo tenemos todo controlado”. Aislado por las distintas mafias que se disputan los últimos contratos y que repiten “no se preocupe, que de esta salimos”, al tiempo que sacan a sus familias del país y envían sus maletas, ante lo inminente.

 

 

 

Mientras el poder se mantiene aislado y aterrorizado, el final se acerca. Un final cada día más próximo, potente e inevitable.

 

 

Editorial de El Nacional

 

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