Partieron el viernes de Honduras huyendo de un país que, cada vez más, se queda sin oportunidades.

 

Llegaron a ser 9.000 y partieron el viernes de San Pedro Sula (Honduras) huyendo de un país que, cada vez más, se queda sin posibilidades de futuro para ellos. Primero fue la inseguridad sumada a la pobreza. Ahora, a estos factores se agregan el huracán Iota y la pandemia de covid-19.

La noticia de la llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos y, con ella, la esperanza de políticas migratorias menos severas fue el empujón que hacía falta para partir, a sabiendas de que el camino sería, en el mejor de los casos, tortuoso.

Y así fue. Si bien la salida de Honduras no tuvo mayores obstáculos, una vez en Guatemala la marcha fue objeto de una fuerte represión de la Fuerza Pública de este país. También de una injusta estigmatización del director de migración de ese país centroamericano, quien denunció la infiltración de pandillas entre los caminantes.

Tras el cerco de los militares y policías guatemaltecos, el número de migrantes que se acercan a la frontera con México disminuyó. A diferencia de hace dos años, cuando este país entregó permisos de residencia a movilizaciones similares, esta vez, y como resultado de la presión de Donald Trump a Andrés Manuel López Obrador, la recepción se anuncia diferente, con un importante despliegue de la Guardia Nacional listo a detener a los migrantes.

Esta nueva caravana recuerda, sobre todo, que las promesas de políticas sociales que disuadieran a los ciudadanos más vulnerables de los países centroamericanos de partir rumbo al norte, exponiéndose a todos los peligros que un recorrido así entraña –extorsiones, violencia sexual, separación de las familias, entre tantos otros–, siguen sin concretarse. Tal vez esta no logre su objetivo de llegar a la frontera estadounidense, pero está claro que vendrán otras que muy pronto supondrán una durísima prueba inicial para la política migratoria del sucesor de Donald Trump.

EDITORIAL EL TIEMPO.COM