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El furruco de Farruco

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El furruco de Farruco

Con rezago fueron anunciados los premios nacionales de cultura, galardones que antaño ratificaban la valía de autores y artistas de obra trascendente que, en estos años rojos, han devenido en recompensas a la lealtad chavista y dejaron de ser el reconocimiento que merecen quienes consagran su vida a transformar el gesto, la palabra, el trazo, el acorde o el espacio en elevadas manifestaciones del espíritu: poesía, música, pintura, teatro; en fin, en arte.

 

 

Y con el arte en «revolución» sucede que este ha de regirse por un conjunto de reglas que supeditan la imaginación al Plan de la Patria y sus específicas exigencias de ajustar lo que se ha de plasmar en un cuadro, una partitura, un escenario o una película a los ideales de la utopía.

 

 

¿El resultado? Adefesios que envilecen el entorno, como ciertas esculturas alegóricas al «petróleo nuestro», o decisiones que encanallan a sus autores, como la que se tomó en un esotérico jamboree (Congreso Nacional de la Cultura) inspirado en los postulados de Andrej Aleksandrovic Zdanov ­estalinista complaciente que definió el realismo socialista­ y celebrado en octubre del año pasado para otorgar al comandante Hugo Chávez una mención especial, única e irrepetible: «Maestro Creador y Cultor de la Revolución Bolivariana» (a quien se le ocurrió el disparate habría que concederle el premio nacional al jalabolas), pero ello no es el objeto de este editorial.

 

 

No. Nuestro venablos apuntan al flamante premio nacional de Arquitectura Francisco «Farruco» Sesto, profesional con enchufe de larga duración, a cuya cuenta hay que abonar el grueso de las agresiones arquitectónicas y urbanísticas que han convertido a nuestras ciudades ­Caracas a la cabeza­ en campos para la experimentación de inauditos modelos para armar, buenos para Minsk, Vilma o Slukst, donde quizá armonicen con las estatuas pedestres o ecuestres de Lukashenko, pero que en nuestros paisajes son extravagancias que no pegan ni con cola.

 

 

Farruco, encompinchado con colegas ávidos de notoriedad, pero sobre todo de emolumentos, perpetraron desafueros como el mausotreto o el fálico homenaje a Príapo en la plaza San Jacinto sin que ninguno de los críticos de la arquitectura acompañantes del proceso ­que han abandonado sus análisis para contribuir hoy a la degeneración del paisaje urbano­ se haya atrevido a cuestionarlos.

 

 

En los años cuarenta del siglo pasado comenzó a circular lo que ahora es un clásico sobre el tema, el libro Espacio, tiempo y arquitectura del historiador y docente Sigfried Gideon, del cual queremos glosar solo el título, pues nos parece que el recién laureado ha desaprovechado el espacio, perdido el tiempo y maltrecho la arquitectura; no es majadería, entonces, indagar los motivos de esa gratificación que debería reservarse para los maestros. ¿O es que no tenían a quien honrar y resultó que Farruco estaba en el lugar y momento adecuados? ¿O será que lo confundieron con un furruco navideño y por eso le adelantaron el aguinaldo?

 

Editorial de El Nacional

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