El 2 de septiembre de 1945 termina la II Guerra Mundial con la firma del acta de rendición incondicional de Japón a bordo del buque estadounidense USS Misuri.

En la ciudad de Reims, antiguo lugar de la coronación de los reyes de Francia, se reconoció el 7 de mayo de 1945 la “rendición incondicional” de Alemania a los aliados, no precisamente en la histórica catedral, sino en una pequeña escuela de ladrillo en que había instalado su Cuartel General el general Eisenhower. Unos diez millones de alemanes quedaban prisioneros. Todas las fuerzas aún no sometidas se entregaban a los vencedores en distintos puntos del teatro de la guerra. Esta había durado cinco años, ocho meses y seis días.

Quedaba todavía, sin embargo, pendiente Japón: cuestión que afectaba directamente a los norteamericanos. En un principio, todo había hecho prever que el Japón se resistiría con furor suicida y que se tendrían que conquistar las islas del archipiélago pagando caro por cada palmo del suelo, como sucedió en la conquista de las islas del Pacífico y las Filipinas. Pero con dos bombas atómicas los norteamericanos destruyeron dos grandes ciudades (6 y 8 de agosto de 1945: Hiroshima y Nagasaki), y el Japón no tuvo más remedio que rendirse a discreción, como Alemania.

Ello ocurría exactamente dos días después: el 10 de agosto de 1945. La capitulación “sin condiciones” fue firmada el 2 de septiembre a bordo del acorazado norteamericano Missouri, en aguas de la bahía de Tokio, recibiendo el general Mac Arthur las firmas de los delegados japoneses, representantes del Estado Mayor, del gobierno y del emperador… Esta vez, sin embargo, no les habían vencido los enemigos, sino aquellas extrañas sobrehumanas fuerzas de la energía atómica desencadenada.

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